En la escuela San Nicolás -República de México, para más señas-, estudié hasta cuarto elemental, que me hizo perder el señor Toro, de tez blanca, peinado por la mitad, herpes en el labio inferior y tendencia conservadora, porque lo mantenía corchado con mi inquisición religiosa, producto de la precoz lectura de Las ruinas de Palmira, de Volney, y lo hube de repetir con Ramón Perlaza, moreno y gran liberal a quien, no sabría decir por qué, le apodaban ‘Taladro’. Perder un año escolar significaba una bancarrota casera. Se traducía en que lo que uno se había comido y bebido, la ropa que se había puesto, los cuadernos que había llenado, el jabón, la pasta de dientes y el papel higiénico que había usado, las cosas que le habían sucedido, las emociones que había sentido, risas y llantos, todo había sido plata y tiempo y vida y sentimientos perdidos. Y lo peor era que para sufragar esos gastos se había sacrificado la adquisición de otras cosas, indispensables como el radio Telefunken y la araña para la sala, la olla atómica y un colchón más liviano para papá y mamá. El hecho es que en consejo de familia se me perdonó el dudoso fracaso por tratarse de la primera persecución político religiosa que se me aplicaba, ¡por parte de un godo tenía que ser! Perlaza me dejó hecho un hacha para que en adelante no me dejara rajar de nadie. El quinto lo hice en la Escuela Anexa (a la Normal, donde se estudiaba para ser maestro), situada frente al Pasaje Zamoraco, donde había una academia de mecanografía con máquinas Remington Rand, a las que se aplicaban cientos de estudiantes con las diez yemas y “sin mirar el teclado”. En ese pasaje en T también se desempeñaba papá como maestro cortador, pantalonero y obrero de pecho, en la sastrería de don Jacobo Acherman, un judío de cara colorada y reverberante, como si lo persiguiera el reflejo de los hornos crematorios. Tenía siempre un pañuelo saraviado en las manos, con el que se secaba el sudor de la frente. Mi papá le tenía pánico porque era muy estricto con los materiales, los paños para los trajes debían ser cortados colocando los moldes en tal forma que propiciaran la máxima economía, lo mismo con el lienzo de las entretelas y la holandilla de los forros, con el hilo de las bastas de las agujas manuales y las puntadas de la máquina de coser. Y hasta con el trazo de las tizas sobre los paños. Papá iba a trabajar de 8:00 de la mañana a 6:00 de la tarde, de saco y corbata y sombrero Stetson, pedaleando mi bicicleta, yo en la parrilla. Hasta que comenzaron a embromarme los compañeros y me tocó echar quimba con entusiasmo. En este quinto di con el señor Rueda, Ramiro Rueda Ruiz Repollo Rabanito, como lo nombraba mi compañero Luis Tenorio que arrastraba las erres. Al final de las clases, cuando todos se iban y nos quedábamos tomando agua, me preguntaba qué películas había visto, y a pesar de que en el teatro San Nicolás cuando era vendedor de maní había fatigado todas las producciones de los laboratorios Churubusco Azteca, me limitaba a decirle que mi cinta preferida era Fantasía, de Walt Disney, dada la parte esotérica del Aprendiz de brujo, de Goethe, con música de Paul Dukas, representado de maravilla por Mickey Mouse, pues sabía por Tenorio que el profe adoraba ese filme y lo hacía morir de la risa viéndome imitar a la escoba hechizada portando cubos de agua. Por primera y única vez fui el mejor de la clase, y varias veces me tocó izar la bandera. Aunque no dejaba de oír de entre las filas de los compañeros el rezongo de que “No se lo merecía”. Rezongo que aún continúo escuchando cada vez que me conceden un premio de poesía.