Desde que estábamos niños, en el barrio San Nicolás, después de que jugábamos en el parque -pues aún no teníamos para comprar un balón y cuando un vecino nos regaló el primero, un policía que nos tenía bronca le pegó un tiro- a las canicas, a la lleva, rayuela o la libertad, que era la de policías y ladrones en la que la mayoría pedíamos ser de los últimos, nos sentábamos en el pasto a comer las pepitas rojas de las matas de coca sembradas por la Alcaldía, y a especular acerca de lo que nos gustaría ser cuando grandes.

Víctor Mario se pedía ser aviador, como llegó a serlo; el ‘negro’ Mañosca quería ser timbalero y lo sigue siendo; Luis Alfonso Ramírez, alpinista y de allí no se baja; Ramiro Montoya, ferrocarrilero hasta que lo dejó el tren de la vida; mi primo Fabio Ramos, sastre y a la vez picaflor y aún sigue pica que pica; Humberto Pérsico decidió ejercer como fetichista; Julio Jaramillo, ayudante de ginecólogo, pero pronto se aburrió de ver entrepiernas y, Dimitri, boxeador hasta que le hicieron tirar la toalla de un ‘coñetazo’.

Yo quería ser presidente de la república, pero de una manera empírica porque en casa no había dinero para ponerme a estudiar derecho. Mi tío padrino Picuenigua me sopló que me iría bien si me resolvía a ser poeta como Virgilio, Horacio, Ovidio y el Aretino, y a la vez amante latino o macho alfa como Rodolfo Valentino, Porfirio Rubirosa y Carlos Gardel. Y para empezar me regaló El arte de amar de Ovidio y el de Erich Fromm, El tapiz del amor celeste de Li-yun y El yate del amor perverso de Nathan Ashburton. Con eso tuve. Para que no me olvidara de la política, La técnica del golpe de estado y La violencia en Colombia, me los regaló mi mamá. Y para completar la carrera pícara Pérsico me inició con Cáncer de Miller y en la Plaza de Santa Rosa encontré un ejemplar despastado de La filosofía del tocador del Marqués de Sade. Pero a decir verdad solo vine a graduarme con Mi vida y mis amores de Frank Harris y con La novela de la lujuria de Anónimo. De esa manera comenzó a armarse mi biblioteca, y de paso yo.

Para adquirir un algo de presencia seguí por correspondencia el Método de tensión dinámica de Charles Atlas que me proporcionaría fuerza extra desdeñando la musculatura, y aprendí a mover la pelvis como Elvis Presley de quien además le copié la mota y el arte de manipular el micrófono, pero no para cantar sino para leer mis poemas al compás del reloj. Desde que estaba sardino mis compañeros pensaban que alardeaba. Por ejemplo, si les decía que antes de la cita con una chica me onanizaba imaginando lo que iría a pasar y después de que ella se iba volvía a hacerlo recordando lo que había sucedido.

Pues bien, ya empezaba a gozar de las maravillas del mundo, como eran las hojas de los libros y los lomos de las mujeres por deshojar. Qué necesidad había de desear ir al cielo con la angelología por disfrutar en este valle de lágrimas espermáticas. Y eso que en cierta forma el seducido era yo, que por entonces de inexperto me las tiraba. Me faltaba el toque de gracia para perder la timidez y fue la botella, que me permitiría mantenerme firme en mi sitio. Resulté bueno para todos los alcoholes, de acuerdo con las preferencias del anfitrión. Y tuve la fortuna de que nunca me dio guayabo, tal vez porque nunca solté la copa.

Una de mis mujeres de entonces consultó con un médico, un psiquiatra y hasta con un sacerdote, cómo hacer para conjurar mi ya insoportable satiriasis, y los tres le dijeron que querían tener una cita privada conmigo para que les contara lo que comía o consumía.

Han pasado los años sobre la cama donde se me han cumplido todos los sueños. Me he convertido en un octogenario alejado del mundo más no de sus placeres que no desaparecen porque desaparezcan los cuerpos físicos. He entrado en la onda del amor cibernético. Me visitan los ángeles invisibles pero sensibles a pedirme autógrafos en las nalgas. Lo único que espero es que no se me acabe pronto la tinta de mi bolígrafo.