No recuerdo pasar un día de mi vida, desde que sé leer y escribir, en que no haya leído un libro y escrito una página. Como mi abuela analfabeta me daba un centavo por cada hoja que le leyera antes de dormir, me aprovisioné de los más copiosos de la literatura: Los miserables, de Víctor Hugo, Cumbres Borrascosas de Emily Brönte y la saga de Alejandro Dumas. Traducir esas obras a mis palabras bien moduladas para la oreja alerta de abuela cercada por el caracol de su mano, me dio para adquirir esclava de plata y asistir a los cines de domingo. Pero cuando le hube leído todos los libros, me tocó hacer la pantomima de que le leía unas historias interminables de un tomo en blanco de los que papá utilizaba en la sastrería para apuntar las medidas. Cuentos chimbos de mi invención que la pobre viejecita me pagaba munífica. Y después me tocó escribirlos, en el mismo cuaderno, para volverlos a leer, ya en familia, ante los elocuentes comentarios acerca del escritor fantasma por parte de la timada sexagenaria.Por eso nunca tuve el terror de la página en blanco, que ataca a tantos escritores, en particular de la prensa, que son los que tienen el compromiso de parir a una hora fija para que lo aplaudan o chiflen. Todo lo leído vuelve a salir con otras palabras hacia otros ojos, como todo lo que uno vive ya lo vivieron en la ficción otros personajes. Cuando comencé a hacer frases celebres expresé que no practicaba la literatura como un oficio sino como un ocio, no para sobrevivir a todo sino, sobre todo, para vivir, para divertirme, para jugar. No sé si las vueltas de la vida o los giros de la literatura me han cobrado la paradoja. Ahora debo permanecer sentado tecleando para pagar el agua y el pan y los boletos del circo y las zanahorias para el conejo.Cuando no pagaban nada por escribir y escribía con toda irresponsabilidad lo que me daba la gana ¡qué divertido era!, aunque a veces corriera el riesgo de ir a la cárcel. Tiempos hubo en que las palabras mal combinadas para el régimen gubernamental, académico o religioso, nos hacía reos de terrorismo verbal y objeto de consejo verbal de guerra. Había que ir contra el gobierno porque después de elegidos todos son malos para quienes no votaron por ellos o se arrepintieron del voto. Había que ir en contra de la academia en defensa, ya no de la pureza sino de la libertad del lenguaje, como había que ir contra la iglesia para reivindicar la real imagen de Cristo. Que no es la rubicunda del Corazón de Jesús, sino la recibida en forma de cristal en mi corazón.Yo quiero tener un millón de libros, cantaba parafraseando a Roberto Carlos. Y por mi abuela que los tendría, si no fuera por todos los que me robaron. Pero no me hago mala sangre. Yo también robé unos cuantos, y cuando tuve dinero fui a pagarlos a las librerías afectadas. Algunas no recibieron por darle mayor crédito a mi inmerecida fama de mitómano.Ya no escribo contra Dios ni contra el tirano. Ni en loor del bandido, del eterómano o del erotómano. Me contento con ver mover mis manos sobre las teclas borrosas, errantes por el silencio. Mis manos transparentes de tocar todo lo que tenían que tocar, menos música. Como no sé otro idioma, me siento todo un señor castellano provisto de ocho tomines. Nada amo tanto en el mundo como mi lengua. Con la que he llegado, llego y llegaré a todas esas partes que también amo.De no ser por mi abuela Carlota Arbeláez hoy no sería escritor y lector de tiempo completo. Como gracias a mi mujer, que no sabía en lo que se metía, hoy soy un amante redondo. Pero esa es otra historia que costará otros tres centavos.