La noche de navidad mi mamá encontró en una caja de regalo su primer celular táctil. Al igual que a mí, a ella no le parecía una urgencia dejar de hundir teclas, pero sus manos ya no están para el esfuerzo que eso les supone así que al Niño Dios le pareció buena idea dejarle el aparatico envuelto con un moño amarillo.Desde entonces, cuando nos hemos visto, uno de los temas de conversación tiene que ver con cosas derivadas del teléfono: me cuenta, por ejemplo, de la actualización de perfil de algunos de los contactos que tiene en WhatsApp, sistema de mensajería universal del que sigo siendo paria. Pero ella lo descargó y yo soy feliz al escucharla hablar de cosas que para mí todas son nuevas, aunque ya no insignificantes, como el doble chulo que certifica que un mensaje ha sido recibido. ¿Por qué dos y no uno? Ya quisiera yo saber, mamá, ya quisiera.Otras veces se maravilla contándome que el aparatico es capaz de recoger su voz y convertir lo que le dicta en una nota que, tras corregirle letras chuecas y palabras que solo caben en la inteligencia del smartphone, puede transformar en un mail o en un mensaje casi sin mover los dedos. Desde que se hizo mamá, mi mamá se ganó la vida como secretaria durante muchos años y tomar dictados fue una de sus tareas más frecuentes, casi diarias, así que aquello que ahora hace con el celular nuevo es como acariciar el futuro que en su tiempo parecía un chiste de la imaginación más optimista o acaso una ocurrencia de muñequitos animados como Los Supersónicos. Entonces ella se maravilla. Y yo me maravillo con ella.Algunos de esos dictados me llegan por estos días a través de un sistema de mensajería medio marginal, del que me volví fervoroso usuario al permitirme enviarle emoticones de un oso gordo, bonachón y con afro, que entre las letras que van y vienen titila en el teléfono recordando los dibujitos que antes, mucho antes, yo le hacía en las notas que intercambiábamos para decirnos lo mucho que nos queríamos aunque no pudiéramos vernos todo el tiempo que deseábamos. El emoticón de un gato de cachetes hinchados y pestañas largotas, que agita la mano en señal de que todo está bien, fue su última respuesta para uno de mis osos.Mientras la veo feliz estrenando juguete y ella anda por ahí, averiguando una “carterita” para protegerlo de rayones y caídas, me pregunto cuánto tardará el invento que en verdad nos de la posibilidad de comunicarnos realmente mejor. No a padres e hijos, sino a los seres humanos en general. Porque a pesar de tanto cachivache nuevo, la hiperconectividad, las redes sociales y el síndrome de ubicabilidad permanente que nos contagia tanta red wifi y tanta pantallita cerca, seguimos siendo casi igual de primitivos como en la era en que los mensajes nos llegaban envueltos en una piedra o en el golpe de una porra: el primer día del año, solo en Cali, 14 personas fueron asesinadas. A pesar de que en el 2014 el índice de homicidios bajó en la ciudad, hace rato no se registraba un primero de enero tan violento. Y eso sin contar las riñas, alegatos, madrazos, golpes, amenazas.En la noche del 31, dijo la radio, una mujer fue atacada en el barrio Tequendama por un hombre que no resistió su solicitud para que le bajara el volumen al equipo de sonido con el que celebraba la vida y las cosas inolvidables que seguramente le había dejado el año viejo, la burra negra, la yegua blanca y la buena suegra. La mujer es una señora de 63 años pero aún así el hombre se le abalanzó con rugidos de oso, y no propiamente como el de los emoticones.Aunque sigamos presumiendo de vanguardistas, hay cosas que desafortunadamente no cambian. A pesar del ingenio moderno, que nos acorta distancias de forma inverosímil, realmente todos seguimos tan lejos de todos como para que la comprensión del otro continúe siendo un misterioso continente, poblado de fieras con rencores enquistados, donde no hay señal de celular y a muy pocos les interesa ir. ¿Cambiará aquello algún día? Ojalá. Mientras ocurre, voy enviar el único oso que, al menos hoy, espero que mi mamá vea.