Después de casi dos décadas de la Ley 60 de 1993 sobre la descentralización de los recursos destinados a educación y salud la discusión gira en torno a los avances de las estadísticas sociales y al incremento de la corrupción en los gobiernos locales. El tema de fondo es si valió la pena dejar en manos de los políticos de provincia el control de unos recursos estratégicos para el desarrollo social.Ciertamente las administraciones locales tienen muchos defectos. Los políticos regionales suelen ser depredadores compulsivos del presupuesto, los nombramientos de los funcionarios no obedecen a sus méritos profesionales y la supuesta ventaja de conocer de primera mano las necesidades de la población queda desvirtuada cuando la distribución del gasto obedece al más puro clientelismo. Pero los argumentos de los tecnócratas de Bogotá no consideran otra faceta importante, quizá la más importante, del proceso de descentralización en Colombia.Los recursos que el Estado Central transfiere a las administraciones locales son en muchos casos el fundamento de la economía política de las regiones. La discusión sobre el gasto público en educación y salud no puede estar separada de las implicaciones que tiene en la distribución del poder en la sociedad colombiana. La razón es simple: en muchas regiones del país las transferencias del Estado son la base económica que mantiene a la comunidad conectada a los mercados nacionales e internacionales. Sin estos recursos sus habitantes no podrían hacer parte de una economía que al día de hoy transcurre en cabeceras urbanas alrededor del comercio de bienes y servicios provenientes de todos los lugares del mundo.Ante esa realidad el control de las transferencias estatales se convierte en una guerra a muerte por el poder local y por la capacidad de proyectar el poder local en la arena política nacional. Quien controla una alcaldía en provincia no sólo controla la asignación del gasto público sino la tajada del león de las relaciones económicas del municipio. No es extraño entonces que la corrupción, la politización de los cargos y el clientelismo sean tan importantes en la vida cotidiana de muchos municipios.La diferencia es palpable cuando se compara el entorno social que siguen los escándalos de corrupción en las grandes ciudades y en provincia. En las primeras existe una sociedad civil, una economía privada y una prensa vigilante de las actuaciones de los gobiernos, los cuales son independientes del gasto estatal para funcionar. En las segundas las denuncias a la prensa y a la Justicia de Bogotá nacen por lo general de aquellos que quedaron excluidos de la repartición.Con el anterior argumento no pretendo justificar el uso incompetente y deshonesto de las transferencias del Estado para educación y salud. Mi intención es sólo llamar la atención a los diseñadores de políticas públicas en Bogotá, en especial a los tecnócratas, que consideren en su trabajo el papel que tienen los principales rubros del gasto social en la vida política del país. No creo que sea inviable un diseño que considere al mismo tiempo los intereses de la clase política, la demanda de recursos para mover la economía local y la eficiencia en la administración pública. Ahora que tanto están de moda entre los tecnócratas los modelos de incentivos y de decisión racional aquí tienen un buen caso para demostrar su experticia.