Al grano. Quisiera saber dónde están los padres, madres, madrastras, padrastros de adolescentes de esta generación.

Dónde están mientras en sus casas permiten fiestas en las que menores de edad se emborrachan como unas cubas, se vomitan, sus amigos los y las sacan arrastrados, llegan a sus casas o se quedan a dormir la perra en otros lugares.

¿Están dormidos? ¿Están farreando y bebiendo también? ¿Se enteran? ¿Se hacen los locos? No lo sé. Siento una tristeza infinita, jóvenes empezando a vivir esa etapa que “es la Edad Media de la existencia”, como afirma Sergio del Molino en su imperdible libro La Piel. ¿Dónde están, precisamente, a flor de piel todas las inseguridades?

Esa etapa dura de la que se habla muy poco, esa de los primeros besos, generalmente llenos de miedo y de sensaciones nuevas, difíciles de entender.

Esos años en que se rechazan los abrazos de los padres porque dan vergüenza, sobre todo si es en público, en la que tratan de ser independientes, se encierran solitarios en la habitación, tratan de tomar distancia de los adultos, esconden fragilidades, temen decir no por miedo al rechazo del grupo.

Esa etapa, repito, que de romántica no tiene nada, ni menos en la actualidad, donde imperan las apariencias y es obligatorio ‘pertenecer a la manada’.

Los colegios cumplen su misión lo mejor que pueden, ¿pero dentro de los hogares se practican los valores? ¿Existen reglas y normas no negociables? Mientras las hormonas se disparan, las mujeres empiezan a sangrar, el acné aparece por primera vez, los olores corporales molestan, acechan fantasmas intangibles que se reprimen en silencios eternos y dolorosos. Me vuelvo a preguntar, ¿dónde están?

Cada vez los centros de rehabilitación reciben más adolescentes, los psiquiatras y psicólogos enfrentan más casos de jóvenes con depresión, ansiedad, crecen los pensamientos autodestructivos y suicidas. ¿Dónde están?

Como adicta, simplemente me preocupa. El alcohol es lento, sinuoso, traicionero, va ganando terreno, en silencio.

Al inicio regala autoestima, regala confianza, alegría y euforia, que permiten bailar sin complejos, tomar la mano del amado o amada sin que el sudor frío dañe esos primeros contactos. Hasta los besos se vuelven más íntimos y confiables. Un halo de felicidad envuelve el espíritu.

Ni para qué hablar de los tampones que se introducen mezclados con alcohol y cocaína, fórmula milagrosa para llegar a casa sin tufo o alguna pastillita con agua. Todas esas sensaciones que regalan felicidad momentánea.

Simplemente, pregunto de nuevo ¿dónde están? Sé por experiencia propia el porqué de esta pregunta, que no pretende juzgar ni culpar.

¿Cuántas de estas adolescentes resultarán víctimas de esa tremenda enfermedad de la adición? ¿Cuántos cerebros en plena etapa de formación quedarán ya para siempre afectados?

¿Cuántos epílogos tristes y dolorosos, a veces trágicos, se podrían evitar? Mientras tanto, ¿dónde están?