Por: Monseñor César Alcides Balbín Tamayo, Obispo de Cartago
El evangelio de hoy se abre con una anotación importante, para comprender todo el Evangelio de Lucas: cuando se iba cumpliendo el tiempo de ser llevado al cielo, Jesús tomó la decisión de ir a Jerusalén. Lucas ha organizado gran parte de los dichos de Jesús, de los cuales tenía conocimiento, a lo largo del camino que de Galilea lo lleva a Jerusalén. Es claro para él que Jesús se dirige hacia la Pascua. Es el anuncio de su éxodo, ya anunciado en el pasaje de la Transfiguración (Lc 9,31).
Al comienzo de este evangélico se encuentra un hecho lamentable que es el desprecio de los samaritanos, cuando en algunas ocasiones él mismo los había puesto como ejemplo, como en los pasajes del buen samaritano y de la samaritana. Sin embargo, el peso mayor está en la segunda parte, en la serie de tres llamadas de Jesús, donde cada una comienza con el verbo «seguir»: te seguiré… Sígueme… Te seguiré.
La última de estas llamadas está en contraste con la de Eliseo por parte de Elías, que hemos escuchado en la lectura del Antiguo Testamento, de donde se puede colegir que cuando es Dios quien llama no hay espacio para volver atrás. La llamada de Jesús es de más autoridad y más urgente que la de Elías. La llamada de Jesús es más comprometedora. Tal es el caso de la llamada a los primeros discípulos que dejándolo todo, le siguen (Mc, 1,16ss).
En este contexto vocacional de la liturgia de la Palabra de hoy, es necesario clarificar que la reflexión no se circunscribe al mero ámbito de la vida sacerdotal y religiosa. Hay una vocación fundamental que es de todos y para todos. Es necesario redescubrir qué cosa significa el hecho de que, en el Nuevo Testamento, los creyentes en Cristo, somos designados con el nombre de «llamados». Un solo cuerpo, un solo espíritu, como una sola es la esperanza a la cual estamos llamados, como dice san Pablo en la carta a los efesios (4,4).
La Iglesia a lo largo de los siglos nos ha hecho comprender la grandeza de tres principales vocaciones: la vida laical o secular, al sacerdocio y la vida religiosa. Sin embargo, es necesario reafirmar que la única vocación y que es infinitamente más importante y nos distingue de los demás, es que somos discípulos de Cristo.
Por ello a cada uno se le impone el grave deber de descubrir esta propia vocación, el momento de la llamada, el objeto de la misma, para qué somos llamados. De manera activa debemos reflexionar, de tal forma que nos sintamos inmersos en la Iglesia, pueblo elegido para estar con él y con los demás.
Aprovechemos la ocasión que la celebración de hoy nos presenta para reflexionar con alegría, pero con seriedad en nuestra condición de llamados, de convocados.