Por: Monseñor Rubén Darío Jaramillo Montoya, obispo de Buenaventura.
Esta es una promesa que nuestro Señor Jesucristo nos ha dejado en el capítulo 14 del Evangelio de San Juan. Pero además de entregarnos su paz, añade que no la da como la da el mundo.
Pero de cuál paz se trata si todo lo que vemos en el territorio nacional es la destrucción de la tranquilidad, el deterioro de las relaciones y la aniquilación de la vida. Cosas estas que en otro lugar del planeta producen el rechazo absoluto y la toma de medidas extremas para frenar estas situaciones.
Estuve en diálogos con un grupo de personas de Colombia, en el país Vasco con los antiguos integrantes de los grupos armados independentistas de esa región española. Euskadi Ta Askatasuna – ETA – (País Vasco y libertad), es el nombre de esta organización que tanto daño causó al país con hechos violentos durante varias décadas. En total fueron 850 muertes violentas en todos esos años de lucha, cifra irrisoria frente a las demenciales cifras de Colombia.
Allá se logró tener un proceso de paz unilateral. Los grupos armados ilegales que buscaban la independencia decidieron un día dejar la lucha armada para continuar la lucha política. Resultado de esa decisión ha sido que se ha devuelto la tranquilidad a un territorio que ahora goza de progreso y bienestar. Pero también ha quedado la sensación de que esa fue la mejor decisión para el bien de todos.
Cuando la razón no alcanza a desarrollar los pensamientos suficientes para tomar ese tipo de decisiones, nos queda otra vía muy poderosa, el poder de la oración. Ella es capaz de cambiar la estructura violenta de muchas personas por su práctica durante años, para hacer de estos hombres y mujeres personas de bien y con un compromiso serio y permanente de ser constructores de la paz.
Yo creo que la paz es posible y que es necesario pedirla al que es su dueño: Dios. Seguramente son dos las líneas que necesita la paz: el esfuerzo de las personas y la intervención divina. La primera la estamos tratando de construir a través de tantas iniciativas en los territorios del país. La segunda, la invocamos desde lo más profundo de nuestras oraciones para que sea desde lo alto desde donde se muevan los corazones duros, fríos y secos, y así podamos recibir la paz que Él nos da.
No es la paz que da el mundo, como el silencio de los fusiles, es la otra paz que viene con desarrollo y oportunidad para todos y no para unos cuantos, es la paz en donde los demás no son enemigos por pensar diferente sino los que enriquecen con sus ideas las propuestas de solución, una paz que nos invita a empujar hacia el mismo lado y a dejar al lado el mal causado. Que el Señor Jesús nos dé su paz.