Durante los doce años de su pontificado, el papa Francisco se ganó el afecto de muchos, pero también despertó resistencias profundas dentro de la propia Iglesia católica. Su visión reformista, sus palabras directas y su empeño por cambiar estructuras no fueron bien recibidos por todos. La figura de Jorge Mario Bergoglio, marcada por la humildad jesuita y un contacto cercano con los más desfavorecidos, generó controversia entre los sectores más conservadores del clero y algunos círculos de poder.

Desde el inicio de su pontificado en 2013, Francisco dejó claro que su misión iba más allá de lo ceremonial. Se mostró como un líder dispuesto a enfrentar los escándalos de abuso sexual que afectaban gravemente a la Iglesia. Pidió perdón en múltiples ocasiones, y promovió medidas disciplinarias inéditas, como la expulsión de altos prelados implicados en crímenes sexuales. Algunos obispos y cardenales llegaron a criticar su “exceso de transparencia”.

Sus palabras sobre la homosexualidad y la diversidad sexual también causaron incomodidad. Aunque mantuvo la doctrina oficial sobre el matrimonio, Francisco abrió la puerta a bendecir uniones civiles entre personas del mismo sexo, y defendió la dignidad de las personas LGTBI, declarando que “también son hijos de Dios”. Este gesto fue leído por algunos como un avance histórico, pero otros lo vieron como una peligrosa concesión.

La igualdad de género fue otro punto de fricción. Francisco impulsó la incorporación de mujeres en posiciones de mayor responsabilidad dentro del Vaticano y denunció la violencia de género, especialmente el feminicidio, al que llamó “plaga”. Sin embargo, su negativa a permitir el acceso de las mujeres al sacerdocio sigue siendo motivo de crítica desde movimientos feministas, que lo acusan de mantener una estructura clerical excluyente.

Uno de los movimientos más significativos de su mandato fue la reforma de la Curia Romana, un proceso que llevó casi una década y que concluyó en 2022 con una reestructuración de los organismos vaticanos. Esta reorganización generó resistencias internas, pues alteró equilibrios de poder históricos y fue vista por algunos sectores como una erosión de las tradiciones.

El propio pontífice reconoció en diversas entrevistas que no temía al pecado, sino a la corrupción, y que esta había penetrado incluso en las altas esferas eclesiásticas. Estas declaraciones, sumadas a la filtración de documentos financieros que involucraron al español Lucio Vallejo, marcaron un periodo de tensiones internas y escándalos mediáticos.

Francisco también incomodó a líderes políticos y económicos al denunciar el drama migratorio, el consumismo desmedido, la desigualdad social y la emergencia climática. Fue uno de los pocos líderes religiosos en defender públicamente la vacunación contra el COVID-19 y promover la libertad de prensa, posiciones que irritaron a sectores tradicionalistas y populistas.

A pesar de las voces críticas, Francisco nunca dejó de avanzar en su propósito de acercar la Iglesia a los marginados y convertirla en una institución más transparente, más humana y menos dogmática. Su legado queda marcado por la polarización que generó dentro de una estructura milenaria que, con él, conoció uno de los periodos de mayor transformación en la historia reciente.