Los campamentos situados en los desérticos alrededores de la ciudad chilena de Antofagasta, epicentro minero del país austral, son una amalgama de miseria y esperanza en la que se agolpan más de 6.000 familias llegadas de todos los rincones de Latinoamérica.

La zona está plagada de barracas en las que hoy viven casi un millar de familias venidas de Bolivia, Ecuador, Perú, Venezuela, Colombia, Paraguay y República Dominicana.

Conforman el segundo campamento más grande del país, integrado por autoconstrucciones que se alzan como cajitas de zapatos apiladas en las empinadas y peligrosas laderas de los cerros.