En Jardines Montesacro, su tumba es llorada cada día, es limpiada cada día, tiene flores siempre nuevas. Crónica de un cadáver que se niega a morir.

Fue ocho años después, papá, cuando visité tu tumba por primera vez, que conocí también la tumba de Pablo Escobar. El cementerio está a dos cuadras de la que había sido nuestra casa, así que, en ese viaje que hice a Medellín en el 2002, ocho años luego de tu muerte, yo quise saber en dónde estabas, porque tú eres eso, una confusión de recuerdos que no tengo y que busco. Luego de la entrada principal del cementerio caminamos hacia la capilla, la cruzamos y vi la tumba. Era imposible no reconocerla: estaba cubierta por una carpa verde, rodeada de una hierba más oscura que el resto del cementerio y un rectángulo de cerámicas con flores blancas y amarillas destacadas sobre la monotonía de los grises desnudos de las demás lápidas. Mientras caminamos hacia tu tumba, yo me enteré de que ese otro sepulcro, el ostentoso, era el de Pablo Escobar. No me importó mucho, porque para mí, en esos días, Pablo Escobar era algo menos que un mero nombre. Por otro lado, me conmovió profundamente encontrar tu nombre, papá, en el costado más lejano del cementerio: una caja de mármol sucio y musgoso en el que decía con una letra amarilla “José Jair Ospina”, un nombre escrito entre otros nombres en medio de un pasillo corto moteado por hojas resecas y húmedas. No había flores, papá. Aquello me conmovió. Pero tenía trece años, y no supe muy bien qué decir. Ahora, once años después de mi primera visita a tu tumba, pienso de nuevo en esa imagen: tu tumba remota y el sepulcro de Pablo Escobar ahí, a cinco metros de la capilla del cementerio, con una carpa especial para cubrirla de la lluvia: pienso en eso papá y se me ocurre que ese hombre que te quitó a ti a dos hermanos, ese hombre que estuvo a punto de quitarte a tu mujer, ahora parece usurpar tu muerte, papá: él está ahí en donde todo el mundo puede verlo, y tú allá, lejos, olvidado. ***Es extraño papá. El tío Duván hace más de 10 años que conduce un taxi. Me cuenta que la tumba de Pablo Escobar sigue siendo una especie de atractivo turísitico: los domingos gentes extranjeras que poco o nada saben de este país van a Jardines Montesacro y se toman fotos al lado de esa tumba. Sé también que mucha gente de Medellín lleva flores, hace rosarios y siguen llorando delante de esa lápida. Puede ser que para ti eso no hubiera sido extraño, como quizá no lo fue el día en que lo enterraron a él. Ese día, hace 20 años, exactamente, en que miles de personas lo lloraron, llevaron sus fotos en el entierro, mientras le decían “Pablito, Pablito, te nos fuiste Pablito, pero siempre vivirás en nosotros”. Sí, eso tú lo escuchaste, al lado de la tía Magnolia, viendo desde el balcón de nuestra casa ese funeral estruendoso. Y acaso para ti todo eso no fue muy extraño, porque, puede ser, nunca comprendiste que eras una víctima, como no lo ha comprendido el tío Duván, como no lo comprendí yo hasta que me contaron la historia de Jhon y Elkin, tus hermanos mayores, los mismos que viste morir. En Medellín, mucha gente cuando habla de Pablo Escobar no utiliza su nombre y apellido, solo dicen Pablo, o Pablito. Mira papá, hace poco hablaba con Duván y le pregunté por Pablo Escobar. Me dijo: “ah, Pablo..., bueno, Pablo no es que hubiera sido malo, Pablo era bueno..., mucha gente lo quería porque hizo casas y canchas de fútbol y todo eso. Él no era malo, la Policía era la que no lo dejaba trabajar, porque él trabajaba por el pueblo...”. Entendí que era imposible tratar de explicarle que Jhon y Elkin, los tíos que no conocí, tus hermanos, fueron víctimas de “Pablito”. Sí, lo fueron. ¿Te acuerdas que Elkin murió en medio de un tiroteo, a sus 30 años? Fue un tiroteo entre grupos de sicarios de Pablo Escobar y grupos del cartel del Valle. Estaba donde no debía estar y una bala lo alcanzó. Y a Jhon, papá. Me han contado que le gustaban las drogas. Duván dice que por eso lo mataron. Puede ser, papá. Pero es que Medellín en los años 90 llegó a tener, en proporción con el número de habitantes, más consumidores de cocaína que cualquier ciudad estadounidense. Y ese negocio era el que defendía “Pablito”, papá. Pero aquello es imposible de explicárselo a Duván. Al tío Duván que dice “Pablito”. Porque el tío Duván recuerda muy bien las calles de esa ciudad. Recuerda el barro denso en invierno y unas polvaredas amarillas en verano. Y él vio a esas familias hambrientas a las que Escobar les dio una casa. Sí, él lo recuerda, es lo que tiene en su memoria. Lo demás, puede ser que para el no fue otra cosa que titulares de periódicos que no leyó. La cara que él vivió fue la de una ciudad ebria por el dinero que ese hombre trajo y entregó por sus calles. ¿Cómo explicarle a él?Él me dice que las personas que más visitan la tumba de Escobar son las que viven en ese barrio que lleva su nombre. Ese barrio cercano al centro, incrustado en el dorso de una loma y que antes de que Escobar lo reconstruyera no era más que un conjunto de casas de guadua y plástico levantadas sobre pantano. Ellos también lo llaman así: “Pablito, Pablito...”. No sé muy bien qué decir, no sé muy bien cómo juzgarlos. El criminal que hizo estallar más de 50 bombas en menos de una año, el mismo que hizo explotar un avión matando a 107 inocentes para asesinar a un candidato a la Presidencia, el mismo que ordenó el asesinato de más de 500 personas, el que le enseñó a todo un país que el dinero podía conseguirse con sangre, ese mismo, había aliviado el hambre y les había dado un techo a ellos. Escobar hizo por ellos lo que el estado había omitido, había olvidado, lo que no quiso hacer, hizo por ellos lo que sus gobernantes jamás pudieron. No sé cómo juzgarlos. Nuestra historia, la de este país, papá, está hecha a partir de paradojas como esas. ***Mi mamá tiene una bala incrustada en su pie derecho, papá. Usted estaba a su lado cuando todo pasó. En Itagüí era difícil vivir. Bueno, lo era en todo Medellín. Una tarde cualquiera, cuando mi mamá tenía algo más de seis meses de embarazo, cuando esperaba mi nacimiento, ustedes estaban en la tienda de la esquina, la de don Bernardo, y minutos antes, una carroza funeral había pasado para el cementerio. Luego, cuando la gente salía, hubo un tiroteo. Siempre pasaba eso, mataban a alguien del cartel y los del otro cartel iban a esperar al cementerio para matar a quien estuviera en el funeral. Ese día, me lo contó mi mamá, en medio de los tiros, una bala le atravesó su pie. Mi mamá lloraba y tú creíste que tenía dolores de parto. Pero no, era la bala que se había incrustado en el empeine de su pie derecho. El médico dijo que era mejor no sacarla y el plomo gris de esa bala se quedó ahí, una herida siempre presente, una marca sutil pero inevadible. De cuando en cuando, en ciertas noches, a mi mamá le duele su pie derecho, se pone frío y le duele. Ella se ha acostumbrado y ni siquiera lo menciona. Es que parece que todo haya sido de ese modo, que todo el sufrimiento se haya hecho costumbre y solo, en ciertos días, como uno de estos en que se rememora la muerte de Escobar, el dolor llega y luego se esconde, en una insensibilidad atroz y desoladora. Sí papá. Desoladora. El tío Duván conoce a un hombre al que la mamá de Pablo Escobar contrataba para que en su tumba el césped siembre estuviera bajo, las flores nunca marchitas y el mármol simpre limpio. Ese hombre me ha dicho que cada domingo llegan los visitantes, se sientan al lado de la tumba de Escobar, hablan, ríen, rezan, algunos lloran. Sobre todo en los aniversarios de su muerte, ese día lloran. Y sabe algo, papá. Al tío Elkin lo enterraron en ese mismo cementerio y nadie recuerda su tumba... Puede ser que la lápida no exista, puede ser. Está perdida, como la tuya, remota, como la memoria de todas las vidas que Escobar destruyó. Memorias perdidas, papá. Cuando estalló el avión de Avianca, usted lo recordaría, murieron 107 personas. Una de ellas era una señora que llegaba de EE. UU. a visitar a sus hijos en Colombia. Hace poco hablé con uno de ellos. Ahora tiene algo más de 50 años. Cuando hablábamos, lloró. Su voz se perdía y se hacía lenta e inaudible mientras cubría sus ojos con las manos. “Para mí, es como si hubiera sido ayer”, me dijo. “Pero sabe algo, parece que nadie lo recordara. A mí nadie me dice nada. He entablado demandas para que mi mamá sea considerada por el Estado como una víctima del conflicto, pero me han respondido que no, que esa no fue responsabilidad del Estado. A mí mamá nadie la nombra, no aparece en ninguna placa conmemorativa, a mí nadie me dice nada”. ¿Y sabe qué es lo que ese hombre quiere, papá? Solo quiere que su mamá no sea olvidada. Que cada vez que se recuerde el atentado a ese avión, su nombre sea pronunciado. Sí papá, ese hombre dice estar humillado por el olvido, ultrajado por el olvido.***En mi infancia, cuando viajaba desde Aguadas hasta Medellín, recuerdo que aprendí de mis tíos a decir “voy para metrallo”.Yo nací en medio de eso, aquella guerra fue parte de la herencia que se me entregó. Una herencia que no fue un don, sino un despojo: tú y mi mamá prefirieron alejarme de la ciudad y me enviaron a Aguadas para evitar las balas; atrás de mí está la historia frustrada de una familia que no conocí. Los recuerdos que nunca tuve y que fui construyendo con los recuerdos de tus hermanos, papá, esos recuerdos estuvieron siempre atravesados por Escobar. Ese hombre marcaba todo, lo definía todo: las bombas y las muertes en esa ciudad construían una cronología más fuerte y concreta que los días del calendario. Antonio, tu cuñado, papá, unió a su recuerdo de Medellín un día en que por poco él y yo morimos en un tiroteo. Fue en ese mismo cementerio en que ahora está tu tumba. Antonio había ido de vacaciones a la ciudad. Algo pasó, no sé qué, creo que yo tenía tres o cuatro años. Disparaban por todos lados y Antonio se tiró conmigo a una zanja cercana al lugar en que estábamos curbiéndome con su cuerpo. Él es un hombre provinciano, acostumbrado al silencio y a la ingenuidad conmovedora de los pueblos. Al día siguiente regresó a Aguadas y nunca más volvió a “Metrallo”. Esos son los recuerdos en los que está tu imagen. Yo he ido reconstruyéndolos, lentamente, y esa reconstrucción ha sido como la enumeración de un compendio de horrores y zozobras. ***La tumba de Escobar sigue igual. Para este dos de diciembre, me han dicho, se espera una especie de peregrinación a ese lugar. Habrá quienes se hagan fotos al lado de su nombre, habrá rosarios y aguardiente. Así es cada año, me han dicho. En otras partes, sin duda, habrá una alivio íntimo de saber que Escobar ya no está, y habrá de nuevo el dolor de las muertes que fueron su obra, de las familias de esos anónimos y desconocidos que murieron en su guerra. Una mujer que perdió a su hermano en el atentado al avión de Avianca perpetrado por el cartel de Medellín en 1987, me dice que el dolor no termina. Que está ahí, reapareciendo cada año con la misma fuerza, como si la memoria de Escobar alimentara el dolor y la impotencia de su pérdida. Esa tumba papá, sigue igual. Reluciente cada día. Uno llega a tener la impresión de que ese lugar sobreviviría a cualquier catástrofe, a cualquier destrucción. Se tiene esa impresión. Y acaso sea así, papá. En este país olvidamos nuestra historia, pero con una obstinación enfermiza, recordamos nuestros monstruos.