En el centro, en la galería de Santa Elena o en el barrio San Judas se aglomeran centenares de adictos a las drogas.

Aparecen en la pantalla. Se ven los rostros de hombres y mujeres rodeados de Policías en un conjunto de calles bogotanas que se han convertido  en casi un mito, El Bronx.  Son centenares. La pantalla muestra a los hombres doblados sobre sus pipas, la ropa sucia, la piel sucia.  La  imágenes aterran. Los titulares más. “Un holandés escapa de sus torturadores”. “Asesinaban a quienes no pagaban”. “Explotaban sexualmente a los niños”. Se tiene la impresión de que todo ocurre allá, en Bogotá, lejos, como si la pantalla marcara una distancia insalvabale.    Pero también están acá, a metros de la oficina, del trabajo, a metros de la casa, a metros del mercado.    Pululan en un barrio cuyo nombre no es una metáfora  sino una definición brutal: El Calvario. Pululan en una plaza de mercado que se ha convertido casi en una fortaleza para ellos. Son demasiados, centenares, hombres, mujeres, niños, que pueblan las calles, las aceras, las casas abandonadas, los descampados. Centenares, rostros que parecen la variación  de una misma cara: un hombre que enciende la pipa con basuco, un niño que  también la enciende, una mujer con pocos dientes que se inyecta, un anciano sin dientes que huele una botella de pegamento. [[nid:542847;http://contenidos.elpais.com.co/elpais/sites/default/files/imagecache/563x/2016/06/portada_calvario.jpg;full;{El nombre de este barrio del centro de Cali no es una metáfora sino una definición brutal de lo que día a día se vive en sus calles sus calles: un calvario.. Recorrido por una de las 'ollas' del vicio de la ciudad.Oswaldo Páez l El País}]] ¿Cómo son los ’Bronx’ de Cali? Galería de Santa ElenaLos informes de la Sijín de la Policía de Cali dicen que hay  bandas  que controlan todo el microtráfico de esa zona. Cada una  ocupa y controla un fragmento  de aquella plancha de concreto en la margen de la Calle 25 que se conoce como El Planchón.  En la Carrera 32 con 25 ‘reina’ la banda  conocida como Los Paisas. En el otro extremo, sobre la Carrera 29, están Los Primos.  Lo principal es el basuco. Es la droga más barata, dice una fuente de la Sijín, pero también la que más se vende. Es, también, la droga preferida de los indigentes.   Basuco es un acrónimo de la expresión base sucia de coca. Son los residuos del proceso de la hoja de coca con adiciones de kerosene, gasolina, cemento: la droga más tóxica y adictiva de todas.   Ramiro, cuyo nombre no es Ramiro, trabajó alguna vez para una de las bandas de Santa Elena. Hace cálculos: una caja de basuco, que se conoce como  “panela”, trae 40 bolas y cada bola trae 50 dosis de basuco. Si cada dosis de basuco se vende por $500, todas las dosis que trae una panela cuestan $1 millón. “Pero una panela se vende en máximo dos horas. No te miento, el consumo de basuco en esa galería es aterrador”.  Ramiro usa esa palabra, “aterrador”. Ese mercado, solo ese, el del basuco, podría mover a diario $6 millones en El Planchón.  

”Estamos haciendo una recuperación del espacio acompañada de intervención social en el centro de la ciudad. El propósito es también tener cero niveles de drogadicción en Cali": Maurice Armitage, Alcalde de la capital del Valle. 
La cifra no es exagerada.  Emily Zúñiga, coordinadora de Hogares de Acogida en Santa Elena, calcula que a diario se pueden mover cerca de 1500  habitantes de la calle en la Galería. Cada uno de ellos puede consumir un mínimo de seis  dosis diarias.El investigador de la Sijín admite que se trata de un negocio que mueve demasiado dinero. De modo que es necesario mantenerlo, defenderlo.  Las bandas tienen toda una estructura logística de alta eficiencia: los que procesan la droga en edificios que circundan la galería, los campaneros - quienes avisan cuando la Policía se acerca-, los vendedores - cobradores a quienes dotan de armas -, los cuartos de cobro. Sí. Cuartos de cobro.  Los cabecillas de las bandas no pierden un solo centavo. Si el vendedor no entrega el dinero completo es llevado a una zona conocida como la “pieza de masajes”. Son pequeños cuartos de tortura en donde se golpea hasta el hartazgo a quien no pague. También, a quien se considere un extraño demasiado sospechoso. Hasta mediados de 2006, dice Ramiro, El Planchón empezaba en la Carrera 29 y se extendía desde la Calle 26 hasta la Carrera 32. Ese año empezó a formarse lo que sería su continuación y que ahora se llama ‘Playa Alta’. A una lado de la Calle 25, sobre la carrilera, en un escampado de más de 500 metros que va desde la Carrera 44 hasta la Carrera 50, hombres, mujeres, niños, ancianos, construyeron casas de plásticos, de maderas gastadas, de basuras. Pronto se estableció otra línea de venta de basuco.   Un hombre del lugar dice que el aumento del número de habitantes de la calle en la galería empezó a crecer tanto que ya no había espacio para dormir. Así que desde El Planchón se movieron hacia esa tierra despoblada en donde dormían y durante el día regresaban a la galería a consumir. Pero luego el expendedor se trasladó hasta ellos y para 2015 se podían contar más de 500 personas sobreviviendo entre muebles deshechos, plásticos rotos, escombros, restos de otras vidas.  Días después del último operativo de la Policía, hace menos de dos meses, podía verse en el lugar el abandono propio de lo natural, malezas obstinadas, pastos incesantes, árboles maltrechos. De a poco se han vuelto a ver algunos cambuches. De a poco han ido regresando.  “Se replegaron más hacia el sur, pero van a volver, ya están volviendo. Si hacen 5 mil operativos, 5 mil veces se irán y 5 mil regresarán. Y cada vez serán más”, me dice él, el hombre que habita ese lugar.  El investigador de la Policía toma aire, mira al suelo. Dice: “Sí. Van a regresar. No se trata de desarticular una banda y ya. Mientras haya demanda, alguien se encargará de la oferta. El problema es más grave. Los operativos de la Policía son necesarios, pero no son lo único que debe hacerse”.   “¿Sabés algo?, ahora también se está disparando el consumo de heroína en El Planchón y en ‘Playa Alta’. Es como una metástasis que no termina”, dice Ramiro, el de Santa Elena. El CalvarioUna niña juega a lanzar tapas plásticas. Viste lo que alguna vez fue un uniforme de algún colegio. Frente a ella, alrededor de ella, hombres, mujeres, niños, consumen. Algunos se inyectan, otros encienden cigarrillos a los que les han adicionado algunos gramos de basuco, otros encienden pipas, otros huelen pequeños botes de pegamento. Nada de todo eso sorprende a la niña. No tiene por qué hacerlo. Aquel ha sido su universo.  En la acera de enfrente cruza una mujer con un bebé de menos de un mes en sus brazos.   ¿Qué hora es? Tal vez las cuatro de la tarde. O las tres. No importa. El tiempo en esa calle parece dividirse en dos horas: la de consumir y la de conseguir el dinero para poder hacerlo.   Mientras el fotógrafo dispara la cámara permanezco frente a un grupo de hombres que encienden pipas de basuco. La persona con que ingresé al barrio me dice que los conoce a todos, que puedo estar tranquilo, junto a él no me harán nada.  A la mujer la silban mientras camina. Se acerca. Dice: “sáqueme, hágame una foto, pero me tira cualquier moneda”.  A su lado pasa un niño que no debe tener más de 12 años. Lleva un pequeño tarro de pegamento amarillo sostenido en la boca. No usa camisa. El hombre que me acompaña es propietario de varias casas de la zona en las que alquila cuartos para que quien desee pase la noche.  Ingresamos a una de ellas. Hacia los lados del pasillo están las alcobas. Una mujer nos aborda. Dice “venga, venga le muestro para que vea cómo vivimos aquí, para que sepa la verdad”.   El cuarto es un espacio abarrotado de recortes de periódicos, ropas sucias, un mueble maltrecho, dos camas, algunas ollas y una estufa sobre una mesa. Ella, que dice llamarse Mary, ha vivido en El Calvario durante los 47 años que tiene.  Vive allí con tres de sus cinco hijos. Los otros se independizaron, dice, alquilan otros cuartos como esos por cuenta propia. Además de los objetos que llenan la pieza no tiene nada. Nada. Su madre, como ella, pagó siempre el arriendo diario de una alcoba.   Mary lo suelta todo así, como acosada por un rencor acumulado. “Sí, yo me he prostituido y mis hijas también. Por $10 mil o $20 mil. Uno tiene que vivir. Yo no consumo nada, pero necesito comer y necesito pagar los $5 mil pesos para tener en dónde vivir. Es que cuando uno no tiene nada las cosas son a otro precio, señor periodista”.  Pronto un grupo de mujeres se aglutina. Cuentan todo a borbotones: viven allí, pagan el arriendo diario, algunas dicen que sí, que meten basuco, que no tienen trabajo, que recogen basura, que reciclan, que sus hijos no han ido al colegio, que el otro está en la cárcel. “Sí, todo eso pasa aquí”, dice una que tiene una cicatriz sobre su hombro derecho. “¿Y usted cree que es que uno es feliz viviendo así? Tal vez hay algunos que sí, pero nosotras no, queremos otra cosa. Pero el Gobierno solo aparece para decir que va a destruir casas. ¿Qué vamos a hacer?, ¿para dónde nos vamos a ir?”. Los cálculos más conservadores sostienen que en la zona centro de Cali, entre los barrios Sucre y El Calvario, habrían al menos 4 mil habitantes de la calle y otros 2 mil habitarían, en su mayoría, en casa de inquilinatos. 6 mil personas de las cuales más del 70 % consume algún tipo de droga. Y entonces, los otros dramas: las niños y los niños que tienen sexo con quien les regale una dosis. Las niñas y los niños que trabajan para el expendedor que les regala una dosis al final del día. Las niñas y los niños cuyas vidas están plagadas de las probabilidades más crueles. Un investigador de la Sijín dice que la venta de droga está atomizada por todo el barrio. “Son varias casas que venden la ‘mercancía’ de uno o varios ‘capos’. En 2014 desarticulamos la banda de Papi, que era responsable del 70 % de la droga que se vendía”. Sin embargo, otras organizaciones han llegado a retomar el control. El negocio, calcula la Sijín, puede generar hasta $10 millones a diario. Nadie está dispuesto a abandonarlo.  “Pero esto no es ni de cerca como el Bronx de Bogotá. Aquí hay organizaciones que venden droga pero no con la capacidad de dominio que tenían las de Bogotá. El tema de la prostitución en niños se da, pero porque se trata de niños adictos que lo hacen para tener droga. El Calvario, Sucre, y Santa Elena no son El Bronx, pero si lo que está pasando no se atiende como se debe, no sabemos si puedan llegar a serlo”, concluye el investigador de la Sijín.  “Si solo los sacan del centro, se irán a vivir a otros lugares” La mañana de ese viernes la calle se pobló de policías, de hombres bien vestidos, de periodistas. Eran cerca de las 10:30 cuando el Ministro de Defensa llegó. La idea, dijo el Ministro, era demoler dos casas que estaban siendo usadas para la venta de droga, el tráfico de armas  y la “comisión de otros delitos”.  En una de esas casas había vivido por 25 años Manuela pagando su arriendo diario de $7 mil. $5 mil por ella y $2 mil por su hijo de siete años.  Los policías llegaron, derribaron las puertas, allanaron los cuartos, buscaron entre su ropa, entre las ropas de todos los otros, no encontraron nada de droga. Pero la orden sigue siendo demoler. Así que Manuela, que trabaja reciclando, decidió buscar otro inquilinato. Sabe, sin embargo, que ese también será derribado para abrir paso a la construcción de ‘Ciudad Paraíso’, el proyecto de renovación urbana del centro.  “Entonces se irán todos, a buscar a otros lados. Se irán los buenos, que no tienen dónde vivir, a mirar qué hacen, pero también se irán los malos, a abrir negocio a otra parte”, dice Aris.  Ella, Aris Molina, nació en el barrio El Calvario y desde los 8 se fue a vivir a Sucre. Tiene 41 y es la presidente de la Junta de Acción Comunal.  Menos de 1.70, rubia, la voz recia, dice. “¿Como El Bronx? No papito, para nada. Esto aquí tiene sus problemas, pero no son tan graves. ¿Y quiere que le diga cuál es el peor problema? El abandono estatal”.  Aris trabaja junto a un grupo de habitantes del barrio Sucre para la recuperación de los adictos, para ofrecer alternativas a los niños y por la desestigmatización del barrio. Mientras caminamos, la mujer me cuenta que la Junta de Acción Comunal viene desarrollando varios proyectos deportivos, culturales y de manejo de basuras para los habitantes del barrio. “Se trata de humanidad”, dice. “Yo crecí en El Calvario y lo conocí todo. Mi mamá me enseñó el camino derecho y el asunto en estos barrios es ese, que no hay quién le dé oportunidades a los niños, entonces estos crecen en medio de los delitos y la droga”.  La mayor parte, tal vez el 95 % de los menores que nacen en barrios como El Calvario o Sucre son hijos de madres solteras que, además, tuvieron su primer bebé a los 14 o 15 años y que no tienen trabajo.  Lo que se puede hacer, dice Aris, es reciclar basuras, trabajar como domésticas, si las aceptan o, si los casos son muy extremos, delinquir.  “Se trata de vivir, de comer. Yo no voy a justificar a nadie, pero te digo, aquí hay gente que quiere trabajar y cuando pone en su hoja de vida que es de Sucre, de una vez pierden la oportunidad”.  [[nid:543559;http://contenidos.elpais.com.co/elpais/sites/default/files/imagecache/270x/2016/06/sucre-alejandro.jpg;left;{Alejandro, habitante del barrio Sucre. Yefferson Ospina | Reportero de El País}]]Alejandro, el de la foto, salió hace menos de un año de la cárcel por hurto. Intentó buscar trabajo. Intentó trabajar como aseador público. No lo aceptaron. Tiene dos hijos. Hace tres meses un familiar de su esposa le prestó dinero para iniciar una compraventa de chatarra.  “Por ahora sobrevivo, me está yendo bien. Pero, ¿y los que quieren salir de las drogas o de la delincuencia y no tienen un familiar que les preste plata?”, pregunta y sabe que su suerte es una excepción.  Mientras recorremos el barrio, Aris saluda a todas las personas. La imagen se repite, una vez más: los hombres que se inyectan, las mujeres con las pipas, los niños con las dosis de basuco.  Sebastián tiene 15 años y su hermana Luz Karime, 18. Sebastián camina sin camisa y lleva un cuchillo envuelto en un papel acomodado en la pantaloneta. Ambos llevan dos pequeñas pipas en las manos. Aris le dice, “Sebas, yo quiero que te internés con el Icbf para que salgás de la droga”. Sebastián le responde que no, que no desea hacerlo. Luz Karime se queda en silencio. “Más tarde hablamos”, le dice Aris.  Luego me cuenta que no conocieron a su papá y a su madre la asesinaron. Sebastián solía jugar fútbol, ahora no le interesa.  Aris suena rotunda. “Este barrio es de gente buena. Hay consumidores, claro, pero también hay mucha gente que quiere hacer cosas buenas, que quiere trabajar. Si aquí viene la Alcaldía y dice que va a demoler todo para construir otra vez, pues tan sencillo como que el problema se va para otro lado”.  Aris se refiere al plan de demoliciones de edificaciones de Sucre y El Calvario para la construcción del proyecto Ciudad Paraíso. La mujer dice que el plan, como está planteado, busca sencillamente expulsar de esa zona a los habitantes de la calle y a quienes siempre han vivido allí.   “Si no se les ofrece nada, para algún lado se van a ir los consumidores. ¿Qué  va a pasar? Toda la gente expulsada del cartucho se fue para lo que hoy es El Bronx en Bogotá. Mover el problema de una lado para otro solo lo agrava más”, concluye. Parece que algunos expendedores ya compraron casas en el barrio vecino, Aranjuez.