“¡Alto!”. La orden por radio del coronel Javier Leonardo Cárdenas, comandante de la Unidad Nacional contra la Minería de la Policía de Carabineros, corta el rugido de los motores. Los tres botes frenan en seco.
Son las 8:35 de la mañana del miércoles 19 de noviembre en el río Puré, en el corazón del Amazonas. Después de dos días navegando en busca de dragas brasileras que cruzan la frontera ilegalmente, aparece una estructura de dos pisos de metal, anclada en medio de la selva. Enorme y silenciosa.
“Podríamos estar hablando de 4.000 a 4.500 millones de pesos el avalúo aproximado de un dragón de estos”, murmura el coronel antes de que el equipo de más de 20 hombres, que incluyen a miembros del Grupo de Operaciones Especiales Rurales, peritos judiciales y hasta químicos, se adentren en la gigantesca estructura. Su interior refleja la magnitud del negocio: una draga puede extraer hasta 51 kilogramos de oro al mes, más de 18.000 millones de pesos en ganancias.
Las alacenas están llenas. Hay costillas de cerdo, un cachama gigante, huevos, galletas, pasta y enlatados, todo traído desde Brasil y en proporciones pensadas para sostener una vida cómoda en medio del río durante semanas. La cocina tiene nevera, horno, microondas; las habitaciones, literas con sábanas limpias y aire acondicionado. Incluso hay una lavadora. Los mineros huyeron hace poco: el pollo quedó descongelándose y el arroz, sobre la olla.
En la parte baja, está el motor que sirve para aspirar el fondo del río. Los técnicos antiexplosivos preparan las cargas. No van a volar la draga completa. No hace falta. El objetivo es otro: dejar inservible el corazón de la máquina. Media hora después, la explosión resuena sobre el río. La draga queda reducida a chatarra. Es la octava que destruyen en dos días.
La ambición destruye la selva
El río Puré recorre 250 kilómetros antes de cruzar a Brasil, donde se convierte en el Pururé. Desde 1990, la minería avanzó desde el lado brasileño hacia el colombiano, y hoy opera en pleno corazón del Parque Nacional Natural Río Puré, un área de máxima protección declarada en 2002 por su riqueza de flora y fauna: 1.583 especies de plantas vasculares, 275 de aves, 27 de mamíferos y numerosas especies de peces, reptiles y anfibios.
Pero no solo la biodiversidad está en riesgo. También habitan allí más de 200 personas que nunca han visto a alguien externo a su civilización: los Yurí-Passé, un pueblo en aislamiento voluntario que vive en la zona intangible del parque. Todas estas vidas están amenazadas por las más de 20 dragas que operan cerca, vertiendo mercurio usado para separar el oro. Para obtener un gramo de oro se necesitan seis de esta sustancia, que a mediano y largo plazo provoca problemas neurológicos, genéticos, inmunitarios, renales y respiratorios.
“En el caso de los Yurí, una de las mayores preocupaciones es que, como grupo en aislamiento, no disponen de atención médica para tratar estas afecciones. En el mediano y largo plazo, esto representa un grave riesgo para la supervivencia de este grupo étnico minoritario”, advierte un informe del Instituto de Investigaciones Científicas (Sinchi).
Ni siquiera son colombianas
Ninguna de estas máquinas nació en Colombia. Cada draga es ensamblada en astilleros brasileños a pocos kilómetros de la frontera, con materiales que viajan desde Manaos por río. Solo cuando la estructura está completa cruza ilegalmente hacia territorio colombiano, lista para ser operada o vendida a mineros informales de la región.
El oro sigue un camino similar. Viaja tres días por río desde el Puré hasta Leticia. “Parte se transporta y comercializa en Brasil para evadir controles. Otro porcentaje se usa en La Pedrera, el último municipio colombiano sobre el río Caquetá, donde el oro sirve como moneda de cambio”, explica el comandante de la Policía de Carabineros, Carlos Germán Oviedo.
Pero el negocio no se limita al transporte. Para que las dragas entren y salgan, los mineros deben pagar sumas millonarias a las disidencias de las Farc y a los Comandos de Frontera, quienes ejercen un control casi absoluto sobre el territorio.
Desde 2020, la presencia estatal es casi nula. La extracción de oro, el vertido de mercurio y la destrucción de la selva ocurren sin vigilancia. No hay un punto de control binacional permanente. Hay acuerdos, hay cooperación técnica, pero en la práctica no hay presencia real. Y mientras eso siga así, frenar este fenómeno parece una tarea titánica.