Hijo de esa Buenaventura contradictoria, Pablo Van Wong fue uno de los artistas más representativos de nuestra región en la escena del arte nacional. Lugar a Dudas le rinde un homenaje.

“Piense en usted mismo, Fabio. Piense en lo que quiere lograr”, le decía el profesor a ese alumno inseguro de segundo semestre,   que había  pasado una infancia feliz en Barbacoas, Nariño, y que ahora -hijo de un cortero de caña- buscaba labrarse, entre pinturas  y escombros, un futuro como artista. “Pero nunca -le insistía el profesor- nunca, Fabio, se olvide de explorar el material: tóquelo, huélalo, pálpelo”. Era entonces cuando el profe -alto, delgado, ojos rasgados, figura frágil- recitaba esa cadena de palabras que eran siempre las mismas y que parecían convertirse en un mantra  sin el  cual era imposible empezar a crear: “Material-artista-objeto / material-artista-persona / material-artista-ciudad / material -artista-sociedad…”. Lo repetía siempre, despacio,  una y otra vez.Y el alumno escuchaba. Y exploraba. A veces la madera, a veces el hierro, otras el cartón. Jugaba a construir superficies lisas o rugosas; a dejarse seducir por la suavidad de la arcilla, a desafiar el filo de una delgadísima lámina de acero… Hizo casas de madera en la orilla del río; se pasó a la fotografías y retrató “la estigmatización social del negro”; volvió a la madera, al hierro, a los alambres. Y pasaron quince años. Y el alumno, por fin, tuvo algo que decirle al profesor.Su obra ‘Bamba, Martillo y Refilón, BMR’ -un conmovedor homenaje a los corteros de caña en el que 582 machetes penden del techo, amenazantes,  con sus puntas dirigidas al espectador-, había sido reconocida con el premio Luis Caballero, el más importante galardón que hay en el país en el terreno de las artes. El alumno era Fabio Melecio Palacios, graduado en Artes Plásticas del Instituto Departamental de Bellas Artes. El maestro, Pablo Van Wong.“Gracias, profe”, le dijo el alumno al maestro. Eso, recuerda hoy, era lo que tenía que decirle.El niño Pablo Van Wong nació en Buenaventura en 1957, cobijado bajo el signo del gallo en el calendario chino. Era el sexto hijo de los siete que tuvieron Pablo Van y Tulia Wong, inmigrantes  que huyeron de una China compleja y convulsa. Tras una breve estadía en San Francisco, en donde la vida no les funcionó,  zarparon de nuevo, esta vez más hacia el sur, para atracar en un bello puerto de arenas grises y cielos nublados. Un puerto que  los acogería con la prosperidad de su mar y la generosidad de su gente, pero que -tierra de contradicciones- urdiría en sus entrañas una tragedia de la que aún hoy les resulta difícil hablar.“De niño nadie sabía que Pablo se llamaba Pablo porque todos lo llamábamos Tei-Tei”. Lo cuenta Jaime Díaz, decano de la facultad de ingeniería agrícola de la Universidad del Valle, quien lo vio nacer en Buenaventura pues la casa de sus padres  colindaba con la de los Van Wong. “Yo tenía 7 años cuando él nació. Vivíamos en el centro del Puerto, en la calle tercera, en unas casas de madera de dos pisos con techos altos y cuyos balcones se enlazaban y podíamos pasar de una casa a la otra con tan solo dar un pequeño salto”, recuerda. Tei - Tei, que en cantonés significa el menor de los hijos hombres, era un niño callado, que escapaba del ruido y de las aglomeraciones. “No creo haberle escuchado la voz antes de los 3 o 4 años. Era extremadamente introvertido”, recuerda Díaz. Corrían las tardes felices en que  los Díaz se refugiaban en casa de los Van Wong para comer mariscos, y los Van Wong corrían a la cocina de los Díaz para probar esa revelación gastronómica que para ellos significaba el arroz cocido con manteca y la sal.Pero el pequeño Tei –Tei –Pablo- no siempre participaba de esos intercambios. El prefería el silencio. O jugar en solitario. Marina, una de sus hermanas mayores, lo recuerda sentado en la sala de la casa armando cosas. “Usted sabe, cosas de niños”, me dice. Tulia, la madre cariñosa, lo sabía muy bien. Así que le guardaba las cajas de zapatos para que las utilizara en sus construcciones, fueran reales o imaginarias. Armaba barcos y puentes. O  castillos y torres. Eran construcciones altas,que buscaban el cielo.  “Fue una época muy bonita”, dice Díaz, el vecino. “Hasta que llegó la tragedia”. En busca de un destino Luego de graduarse de bachiller en el Colegio Pascual de Andagoya de Buenaventura, Pablo viajó a Cali para matricularse en medicina en la Universidad Libre. Allí siguió varios semestres, hasta la muerte de su madre. “Pablo estaba muy decepcionado de que la medicina no pudiera hacer nada por ella. Tenía cáncer. Así que creo que fue por esa razón que él se retiró de la carrera y le dijo a mi papá que no quería estudiar arte”, cuenta Marina. El padre nunca se opuso.Entonces partió a Bogotá. Arrancó en la Universidad en la Sabana. Hizo dos semestres. Coincidió con Carlos Jacanamijoy.  Pero eso tampoco funcionó. “Él no nos dijo nada, simplemente se devolvió a Cali a estudiar en Bellas Artes y de allí se graduó y fue aquí donde hizo toda su carrera”, cuenta la hermana.Pero Carlos Jacanamijoy, el pintor del Valle del Sibundoy, cuyas pinturas –que parecen porciones extraídas de la selva del Putumayo- le han dado la vuelta al mundo, sabe muy bien la razón. “Nos aburrimos. Así de sencillo. Era una universidad del Opus Dei y a nosotros no nos interesaba esa educación. Además, era una licenciatura, y nosotros queríamos ser artistas, no docentes”, recuerda.Se hicieron amigos. Se admiraron mutuamente. Pero tomaron distintos rumbos. Jacanamijoy se matriculó en la Nacional y se decidió por los pinceles. Van Wong regresó a Cali para matricularse en Bellas Artes. Allí empezaría su prolífica, aunque breve -e inexplorada- carrera como artista. Lo suyo, descubriría pronto, sería la escultura.  Su obra Es viernes 14 de abril. Seis de la tarde. En esta vieja casona de Granada llamada Lugar a Dudas, convertida en los últimos años en una suerte de sitio de peregrinación de artistas locales e internacionales, una pequeña multitud de estudiantes,  artistas y familiares asiste al homenaje que se le rinde al artista Pablo Van Wong, al cumplirse un año de su muerte.La idea surgió del mismo Oscar Muñoz, quien en mayo de 2013, tras la muerte prematura del artista, invitó al crítico de arte, Carlos Quintero, a realizar la curaduría para una pequeña exposición. Carlos  aceptó gustoso. Es que no solo llevaba años siguiéndole la pista a la obra de Pablo, sino que fue su amigo cercano desde las épocas del Conservatorio.Pero tuvo otra razón para aceptar, Quintero. Él cree que la obra de Van Wong nunca fue vista con la seriedad que era necesario mirarla. “Nunca hubo un foco dispuesto sobre su trabajo a pesar de que tuvo importantes exposiciones en Colombia y en el exterior”. Hoy es un convencido de que su obra merecía un destino mejor.Pablo Van Wong, en efecto, tuvo una producción prolífica en la década de los años 90. Y Carlos encuentra la génesis de esa obra en los últimos años de estudio en el Conservatorio, justamente por los días en que una Doris Salcedo, enérgica y renovadora, llegaba a regir los destinos de la Escuela de Bellas Artes.“Hubo un cambio importante en los procesos formativos de la institución. Llegaron profesores de afuera a dictar talleres, cursos, seminarios. Tuvimos a José Alejandro Restrepo, a María Teresa Hincapié, a Jaime Franco, a Víctor Laignelet. Eso, sumado a que Doris Salcedo fue, además, profesora de escultura, hacia el año de 1987”.La presencia de Doris Salcedo sería definitiva en el proceso formativo de Pablo Van Wong pues tuvo la oportunidad de acercarse a ella y colaborar de cerca en su trabajo. Y fue a partir de esa experiencia que empezó a explorar los materiales, los que  serían característicos de sus primeros años de vida artística, y en los que, muchos años después, haría tanto énfasis en las clases que posteriormente dictaría a sus alumnos.José Horacio Martínez, artista caleño, amigo de ambos, se atreve a decir, incluso, que hay coincidencias en las obras de Salcedo y Van Wong. “No es absurdo pensar en influencias, o si se quiere, coincidencias. Ambos fueron muy cercanos y casi diría que veo destellos de Pablo en algunas obras de  Doris de aquellos años, como ‘La casa viuda’”.Quizás recordando sus años de infancia y adolescencia en Buenaventura, Van Wong se inclinó por los metales oxidados, los alambres, las púas, las latas... “Los elementos orgánicos fueron transformados de manera sin igual por el artista, logrando piezas de indiscutible y sorprendente calidad técnica”, explica Quintero.A esos años pertenecen construcciones como ‘Disolventes como sudor con sus altos clamores’, que hoy pertenece a la colección permanente del Museo de Arte Moderno La Tertulia, y que muchos consideran su mejor pieza. “Se trata de un falo gigante construido a partir de alambres, que contiene semillas en el centro que hacen las veces de semen. Se trata de una obra con una obvia referencia a la vida y a la sexualidad. Pero que también resulta interesante porque tiene sonoridad; las semillas suenan como una gran maraca, como un gran palo de agua que le da esa vitalidad a la obra”, explica Quintero.El reconocimiento no tardaría en llegar. Van Wong recibió la Mención de Honor en el XXXIII Salón Nacional de Artistas del año 90 con su obra ‘El rey se acerca a su templo’, que posteriormente fue adquirida por el Museo de Arte Moderno de Bogotá; el Prix d’excellence du public, en el Concurso Internacional de Escultura de Quebec; y la Mención de Honor del Comité de Historia del Pacífico de Buenaventura. Pero ¿qué hacía tan especial esa obra? El crítico de arte Álvaro Medina, autor del libro‘Procesos del arte en Colombia 1810-1930’, publicado por Laguna Libros y la Universidad de los Andes, considera que haber abordar el concepto puro y transformarlo en imagen pura fue uno de sus aciertos. “Lo lograba con facilidad, sin caer en la aridez propia de cierto tipo de arte conceptual, ese que se basa en especulaciones del intelecto que le dan la espalda a la belleza potencial del producto que sale del taller. Es que sus obras se atrevieron a ser bellas cuando la estética parecía ser una cosa del pasado. En algún momento se aventuró a trabajar con el color y la luz, por ejemplo, y los resultados fueron espléndidos porque se trataba de un gran creador, uno de los más brillantes de su generación”. El dolor Esa belleza de la que habla Medina se puede apreciar en la pequeña sala de Lugar a Dudas donde se exponen tres obras del artista. ‘Oculta su resplandor y permanece lúcido sin embargo’ es una de ellas. Data de 1994 y parece un tanque convertido en flor que en la parte inferior está llena de amarres hechos con alambre. Una obra que, además de bella, refleja esa faceta dura y dolorosa que siempre estuvo presente en sus creaciones. “A Pablo le asesinaron un hermano en los años 80. Y era uno de los dolores que siempre lo acompañaban”, cuenta José Horacio Martínez. “Él me narraba cómo le habían amarrado los dedos gordos de los pies con unos nudos, y yo siempre he pensado, especulado en realidad, que todos esos amarres que él hacía tenían que ver con su hermano y las duras circunstancias de su muerte”.Sucede igual con esas pequeñas latas que encierran, a manera de diminutas ataúdes, imágenes de personajes, víctimas de violencia quizá, desaparecidos. Para ese entonces, 1994, la revista Semana reseñaba la obra como una de las más importantes en cuanto a la relación de arte y violencia se refiere. “El artista colombiano de origen chino, Pablo Van Wong, plantea una disertación sobre la violencia en la identidad nacional”, se leía.Y es que a diferencia de muchas artistas que trabajan el metal, más que ensamblarlo o fundirlo, Van Wong lo tejía con una sutileza exquisita. “Cuando uno mira sus obras entre los años 1988- y 1994 se da cuenta que él, al construir con la herrumbre, tejiendo con alambres de diferentes calidades, mezclaba diferentes sensaciones y emociones, logrando unas obras que conmueven, que tocan , que están cargadas de sensibilidad y que, además, lograban generar una reflexión sobre el contexto social político y cultural, lo que se va a mantener a lo largo de su trayectoria”, explica Quintero. Sin embargo, tanto Quintero como Martínez, hacen una y otra vez referencia al hermetismo de Van Wong en relación a su obra. “No daba muchas explicaciones, y ese hermetismo quizá llevó a que su obra se interpretara de una manera inapropiada”. “Era un hombre difícil”, agrega José Horacio Martínez.  “Muchos decían que Pablo era muy místico. Y él se guardaba muchas cosas. Talvez en los años noventa uno de los grandes errores fue no haber tenido un foco claro para haber mirado su obra más allá de esa interpretación espiritual. Porque él hablaba de un dolor que nos es común a todos: del vacío, de la ausencia, que han sido fundamentales en la vida de todos los seres humanos. Pero él fue capaz de decirlo en un momento en que Cali vivía una de las épocas más violentas y difíciles, con la contradicción del dinero del narcotráfico y la muerte en las calles. Y muchos, al parecer, no entendieron eso”.El finPasaron muchos años antes de que Carlos Jacanamijoy volviera a ver a su amigo universitario. Fue justamente en el año noventa, cuando escuchó que un artista chino se había ganado la mención de honor del Salón Nacional. “Yo tuve un pálpito de que era él. ¿Qué otro chino había en el arte del país acaso? Así que salí corriendo y vi esa obra espectacular, esa silla del rey con todos esos bordados y detalles… yo veía allí resumida toda su obra con esa tradición de lo oriental que cargaba siempre. Y para mi fue muy refrescante ver que se reconocía ese nuevo trabajo conceptual, esa ruptura con el arte tradicional, algo en lo que tuvo que ver mucho Doris Salcedo”, dice Jacanamijoy.En adelante siguieron varias exposiciones. Individuales y colectivas. En México, Cuba, Estados Unidos. En Bogotá. Una de sus últimas obras, también una de las más recordadas, fue la expuesta en el 41 Salón Nacional de Artistas en Cali, en 2008, en donde presentó una variación de ‘Obrepción con decoración’, que venía trabajando hace varios años.  “Compuesta inicialmente por media docena de bordados enmarcados en metal oxidado y vidrio, acompañados por módulos en donde se ordenan tubos de hilo con insignias, para esta ocasión el artista prescinde de la imagen de los difuntos, que siempre fueron el motivo principal y central de las obras iniciales. De esta manera, la cenefa de tres módulos enmarca el vacío de todas las víctimas, convirtiéndose en un monumento o un altar para los anónimos. Al fin y al cabo, las víctimas somos todos”, explica Quintero.Ya para entonces su obra y sus apariciones en público eran escasas. La galerista Jenny Vila, una de las primeras en exponer su obra, recuerda ese encuentro en el 41 Salón. “Prácticamente le rogué que volviera a exponer, pero no fue posible, él tomó distancia. Y fue una lástima porque a mi siempre me había parecido sorprendente que un artista como él, sin mucho mundo, que había salido de Bellas Artes, fuera capaz de hacer una obra tan poética”. Reservado, silencioso, introspectivo como el pequeño Tei-Tei, Van Wong dedicó los últimos años a la docencia, en donde una de las características que más lo destacaron fue su generosidad. “Al profe Pablo lo que le interesaba, en esencia, era la humanidad del estudiante. Se preocupaba por la situación que vivía cada uno, si podían comprarse las fotocopias o los materiales. A mi me consta que sacaba de su bolsillo para darle a aquel estudiante que no podía costearse algo”, cuenta Julián Zuleta, quien fue su alumno y tuvo la oportunidad de colaborar en su obra. Es que no había abandonado la creación, como muchos creen. Hacía meses venía trabajando una obra compuesta de pequeños títeres, del tamaño de un dedo, con la ayuda de otra estudiante, Alejandra Urrea, hábil en la técnica del crochet. “Llegué a hacerle 300 títeres. Eran perros, gatos, conejos, todos de distintos colores. También le hice figuras que me pedía como Marilyn Monroe y Freddy Krueger. Nunca me dijo que haría con eso. Alguna vez insinúo que un tapete, pero era muy reservado con sus cosas”, dice. No es difícil imaginar que los principales sorprendidos con su muerte, además de su familia, fueron sus estudiantes y exalumnos. Fabio Melecio Palacios fue uno de ellos. Sí, el de la obra de los machetes. Lo había visto hace poco, cuatro meses. Habían quedado de verse, de dar una clase juntos, de conversar. Por eso hoy, a un año de su muerte, Fabio Melecio lo sigue recordando con una admiración enorme. “Imagínese, si nosotros nos debemos a nuestros maestros”, me dice. Seguro hoy, si Van Wong estuviera aquí, tendría algo que decirle una vez más:  “Gracias, maestro”.