En GACETA somos unos apasionados del cuento como género; de eso que comienza como una mera cordialidad entre autor y lector y que acaba en una fraternidad apasionante. Por eso ofrecemos a nuestros lectores una nueva sección: El cuento del mes. Una selección de cuentos de escritores vallecaucanos con la que esperamos seducirlos, sí, hasta el punto final.

El día que el asistente de vuelo de Lan Chile, Gonzalo Ampudia, se enteró de que lo retiraban de su ruta habitual Santiago- Punta Arenas y lo promocionaban a los vuelos internacionales, sintió que los cimientos mismos de su existencia se venían al suelo.¡Malditos fueran los ascensos y los recorridos sobre mares desconocidos hacia ciudades sin historia para él! ¡Maldita fuera Lan Chile, empresa a la que había dedicado casi 25 años de su vida laboral! ¡Maldito el maldito hado travieso que rige los cielos de las aerolíneas!Hay que entender su furia. Porque Gonzalo Ampudia Tello, antofagastino de nacimiento, de signo Cáncer y de condición permanente la soledad, a los 52 años de edad, había encontrado por fin el amor de su vida en Punta Arenas: un joven aspirante a compositor —y de momento profesor de música del colegio Cruz del Sur—, alto, hermoso, melancólico, 23 años y 8 meses menor que él… Pero eso es lo de menos, se dijeron entre risas una de las primeras noches mientras bebían un Sauvignon Blanc y escuchaban a Schubert, el compositor predilecto de ambos. “Los años no son más que números, que cifras arbitrarias”, había dicho uno de los dos. Desde hacía algún tiempo, cada vez que Gonzalo volaba a Punta Arenas o cualquier otro destino en la Patagonia, al final de la jornada lo esperaba en la habitación 604 del hotel los Navegantes una botella de champán, una tabla de quesos y su bien amado Pablo tendido sobre la cama leyendo algún libro de poesía o retocando una de sus composiciones.*A veces no hace falta relatar los detalles que conforman la felicidad de las parejas enamoradas; a veces los detalles son insulsos, reiterativos, o cursis en extremo, porque a fin de cuentas, ¿qué otra cosa más cursi que el amor? Baste decir entonces que en cuatro años y medio de una relación de pareja tan solo interrumpida por los necesarios regresos de Gonzalo a la capital, y una que otra celebración o deceso familiar en otro sitio, la unión amorosa entre el aeromozo y el compositor en ciernes avanzaba al ritmo propicio de las historias felices. Incluso las tres o cuatro borrascas que se habían presentado por errores de uno o malentendidos del otro, más que distanciarlos, los habían unido aún más tras la reconciliación. Y para gran fortuna de ambos, jamás fueron visitados por el demonio de los celos o el de la mezquindad. O tan pocas veces y tan fugazmente que más vale seguir de largo.Hasta el arribo de la infausta noticia del ascenso de Gonzalo hacia los cielos de ultramar, que iba a dar al traste con sus planes y su bien ganada felicidad temporal.*Llegó el día del último vuelo de Gonzalo a Punta Arenas como aeromozo y por consiguiente la última noche con Pablo. Por supuesto que cada vez que tuviese un par de días libres entre un vuelo internacional y otro, cubriría gozoso los 3.100 kilómetros entre la capital y el estrecho de Magallanes, con o sin billete de cortesía de la aborrecida Lan Chile. Pero bien sabían ambos que ya nada volvería a ser igual. Para empezar, se acababa el hogar aleatorio en la habitación 604 del hotel, que Gonzalo había alquilado primero por semanas y luego por meses, ya que había encontrado a Pablo y ya que pasaba en la ciudad tres o cuatro noches cada semana. Poco a poco habían ido llevando a esa habitación sus discos, videos, libros y cuadros. La nevera estaba siempre bien surtida y en el estante no faltaban los buenos vinos chilenos y argentinos.Seguramente no habría sido nada fácil la despedida de los dos. Pero el hecho es que no la hubo. Cuando Gonzalo por fin llegó aquella noche (el vuelo se había retrasado hora y media), su amado no estaba en Los Navegantes. Y no pudo encontrarlo por más que lo buscó en restaurantes, bares, cines y teatros –en algunos casos pagando la entrada para salir a los cinco minutos–, en el apartamento que Pablo compartía con dos amigas antes de mudarse al hotel, y hasta en la casa de un primo. Nadie le dio razón de su amado y a las cuatro de la madrugada, desolado, Gonzalo se metió a la cama a tratar de dormir un rato antes del vuelo de las 8.50, en el que por cierto solo contaría con la ayuda de una aeromoza.*En las oficinas de Lan Chile del aeropuerto Carlos Ibáñez del Campo lo esperaba un sobre con el sello del colegio Cruz del Sur.“Gonzalo: No aguanto las despedidas. Esta mucho menos. Te amo. Regresa a vivir en Punta Arenas”.*La primera vez que Gonzalo Ampudia derramó una copa de vino sobre el regazo de un pasajero, habían transcurrido ocho meses y medio desde su separación de Pablo y dos horas y medio de vuelo entre Frankfurt y Madrid. Jamás le había ocurrido en los 24 años con la aerolínea y la jefe de cabina del vuelo aceptó de buen talante sus explicaciones, incluso bromeando que bien merecido se lo tenía aquella señora quejumbrosa y antipática.Cuando por quinta vez en un mes ocurrió un incidente similar —en este caso un vaso de brandy sobre el portátil de un ejecutivo suizo—, la empresa le envió un memorándum de advertencia y lo suspendió durante dos semanas. Su carta a los directivos de Lan unos días después solicitando un regreso a los vuelos nacionales, ya que él no parecía hecho para cielos extranjeros, recibió una respuesta muy cortés, agradeciéndole su invaluable aporte a la empresa durante todos esos años, especificándole las prestaciones a las que tendría derecho en un futuro próximo e informándole que prescindían de sus servicios a partir de la fecha.A Gonzalo no le causó mayor impacto la noticia. De cierta manera que aún no había traducido en palabras, lo había estado deseando. Gracias al sueldo relativamente elevado que durante años recibió de la aerolínea, la pensión de retiro, su vida relativamente frugal y el dinero que había heredado de su tía Sara, contaba con suficientes ahorros para retirarse con comodidad e incluso para hacer algunas inversiones.*A veces no hace falta relatar los detalles que configuran el final de un amor, ni siquiera en el caso de los grandes amores. Digamos simplemente que cuando Gonzalo Ampudia decidió viajar intempestivamente a Punta Arenas y sorprender a su amado con la noticia de que venía para vivir en su ciudad y traía la cuota inicial para comprar un aparta estudio en la calle Señoret, se encontró con la novedad de que Pablo había iniciado recientemente una relación de pareja con otro profesor del colegio.Al empujar la puerta del apartamento de su amado sin llamar —como solía hacer al inicio de la relación, antes de que compartieran el cuarto en el hotel— Gonzalo pasó, en un instante, del amor al espanto: Pablo y otro joven jugaban al ajedrez en el mismo tablero en el que tantas veces se habían enfrentado ellos, tomaban vino en las mismas copas de sus noches desbordadas, escuchaban la Sinfonía 9 de Schubert que tantas veces…Estaba todo claro, insoportablemente claro. No hacía falta preguntar nada, constatar nada. La profanación de su amor había sido absoluta y devastadora y Gonzalo hubiese querido salir corriendo en aquel mismo momento, antes de que se pronunciara una sola palabra, antes de que se ahondara el dolor, antes de enterarse de cómo sonaba la voz de su rival.Pablo se había incorporado y se disponía a decir algo, pero se detuvo para acercarse al tocadiscos e interrumpir el segundo movimiento de su mutuamente adorada Sinfonía 9 en versión de la Filarmónica de Viena. Por primera vez desde su llegada, Gonzalo miró fijamente a los ojos a su examante. No vio nada; tan solo en las estatuas había encontrado una mirada tan perdida.—Gonzalo, este es Christian, un colega del colegio. Profesor de historia. Christian, Gonzalo, el amigo del que tanto te he hablado.Gonzalo se acercó, le estrechó la mano al rival y con sorpresa detectó en sus ojos un deje de calidez y simpatía. ¿O sería tan solo la compasión que despiertan los desdichados? Daba igual; él necesitaba hablar lo menos posible, salir de allí cuanto antes.—Creo que es mejor que hablemos mañana, Pablo.—Sí, claro, Gonzalo, claro. Pero podemos hablar un momento ahora. No vayas a pensar que…—¡No!—De acuerdo, te espero mañana. Al mediodía, si te parece…*Tres horas después Gonzalo se encontraba en el aeropuerto de Punta Arenas. Había tratado en vano de descansar y serenarse en el hotel—esta vez una habitación individual y sin vista al mar—. También en vano intentó dar un paseo por el Cerro La Cruz, escuchar un concierto ya iniciado en el Teatro Municipal, embriagarse en uno de los muchos bares en que había estado con Pablo. Cuando constató que todo era inútil, que todo iba a ser inútil, sin pensarlo más, mareado por el alcohol, tomó un taxi al aeropuerto. Solo al bajarse del vehículo se dio cuenta de lo que iba a hacer: comprar un billete para el próximo vuelo, donde quiera que se dirigiese, desvanecerse cuanto antes de Punta Arenas y de la Patagonia.El próximo era el vuelo diario de Lan Chile al aeropuerto Mount Pleasant de las Islas Malvinas.*En la fila para abordar, Gonzalo recuperó un ápice de sensatez, de sobriedad, y se dio cuenta de que no podía salir huyendo antes de enterarse de lo que Pablo tenía qué decirle, antes de escuchar de su propia boca que todo había terminado. ¿Para qué engañarse? Tenía que ver a Pablo aunque fuera una sola vez más.Sin siquiera pedir el reembolso del billete regresó al hotel, se acostó vestido sobre el sofá y unos minutos después se quedó dormido.*A las doce en punto del día siguiente Gonzalo se presentó en el apartamento de Pablo. Esta vez llamó a la puerta; esta vez Pablo estaba solo.De la discusión a gritos que explotó en cuestión de minutos – la primera desde la noche que se habían conocido– pasado un tiempo solo recordarían dos frases, las más hirientes.“¡So cabrón! ¿Y no se te ocurrió advertirme que te acostabas con otro?”“Y a ti, imbécil, ¿no se te ocurrió pensar que me habías abandonado? ¿Y no se te ocurrió advertirme que pensabas volver?”Pablo echó a Gonzalo de su apartamento. Por primera vez. Por última vez.*Se dieron cita tres días después. En esta ocasión no hubo desgarramientos, escenas ni dramas. Todo se habló de manera clara y sin ambages y Gonzalo tomó las decisiones que tenía que tomar. Constató que prefería estar cerca de Pablo aunque no fuera suyo que estar lejos de él, no verlo más, no hablar nunca, no compartir nada… El nuevo amante también comprendía y aceptó la situación. Gonzalo y Pablo nunca volvieron a dormir juntos pero con frecuencia juegan ajedrez, escuchan música o van a la ópera. Otras veces salen con Christian a tomar unos vinos o ver una película.Ahora Gonzalo tiene tiempo de sobra para reflexionar sobre lo que ha sido su vida y no le parece que haya sido nada deleznable. Todo lo contrario. Viajó, conoció, ahorró, amó, sufrió, vivió. Y finalmente ha encontrado una cierta paz interior. “El amor no es solamente poseer; es también aprender a amar sin ser amado”, escribió una noche en la bitácora de retiro que ha empezado a llevar.Muchas tardes se sienta en frente de la Bahía Lugano a pensar, a recordar, a revivir, mientras mira sin afanes y sin temores en dirección de las aguas. Gonzalo Ampudia cree haber hallado su mar de la serenidad. Lejos está de imaginar que Pablo se encuentra a punto de romper con su nuevo amante para volver con él, para retomar la relación de pareja interrumpida. Que necesariamente va a ser más temerosa, tentativa e impredecible que antes. Y muchísimo más convulsa.* Escritor y traductor caleño. Autor de ‘Las visitas ajenas’ y la novela ‘El intendente de Aldaz’. Este cuento hace parte de la selección de cuentos de vallecaucanos realizada por el Comité Editorial de GACETA.