Christopher Froome (Nairobi, 32 años), aquel niño que aprendió que la bicicleta era un elemento de libertad dando paseos por el Monte Kenia, ha coronado el podio de París por cuarta vez, cifra que le coloca a una sola victoria de los mitos del ‘club de los 5’: Anquetil, Merckx, Hinault e Indurain.

Un triunfo planificado, sin avasallar, producto del estudio del recorrido y del apoyo de un equipo de élite. Los cronómetros de Düsseldorf y Marsella le dieron a Froome un triunfo ajustado, controlado, con menos sufrimiento del que indican las diferencias finales.

Froome empezó a montar en la bicicleta de hierro que le cedió el mayor de sus dos hermanos. Rodaba por la sabana keniana, a veces entre manadas de animales salvajes, algo que hubiera espantado a cualquiera. No fue el caso de Christopher, hijo de una fisioterapeuta y de un operador turístico que organizaba safaris.
En Sudáfrica, donde fue trasladado el negocio de su padre, nació su pasión por la bicicleta y se alistó en el primer club. Antes de ser adolescente en aquel país fue niño en Kenia, en el África negra. Pertenece a una familia inglesa originaria de Brighton y vivió junto a sus tres hermanos en la capital keniana hasta los 14 años.

La vida al aire libre le marcó su empatía con el continente negro, a pesar de algún susto “de muerte”. Una vez la presencia de un árbol le salvó de vérselas cara a cara con un hipopótamo. Y la bilharzia le castigó la salud, una enfermedad derivada de un parásito que de cuando en vez aparece para restarle glóbulos rojos.

En el colegio Saint John de Johannesburgo adquirió acento de Oxford y modales de ‘gentleman’, y aprendió a vivir apartado de la familia. En la misma ciudad estudió economía, pero a un año de la licenciatura dejó de estudiar cuando el ciclismo profesional llamó a su puerta.
Froome se presentó en sociedad en la Vuelta a España 2011. Era gregario de Wiggins y acabó segundo, por delante de su jefe de filas y por detrás del español Juanjo Cobo. No ganó la Vuelta por 13 segundos, el tiempo que perdió por esperar a Wiggins camino de los altos de Manzaneda y La Farrapona.

En 2012 Froome no se llevó el Tour por los mismos motivos que no ganó la Vuelta. Aquellas escenas en los puertos de Galicia y Asturias se trasladaron a los Alpes, a la Toussuire y Peyragudes, donde “el africano con alma blanca” tiró de freno para no soltar de rueda a Wiggins, imperial solo en la lucha contra el cronómetro.

Toda una declaración de obediencia y fidelidad a la empresa Sky, aunque “resulte un poco frustrante”, dijo entonces. El mismo caso vivido por Mikel Landa en este Tour, sujeto a su líder, sin poder dar rienda suelta a su potencial. Su sueño de joven se aplazó a 2013. Se coronó en París tras dominar de principio a fin. Ganó tres etapas, la primera de Pirineos, en el Mont Ventoux y la crono de los Alpes. Ahí empezó la era Froome, solo interrumpida por una caída en 2014. En adelante ha conseguido ser amor y señor de esta competencia en la que volvió a dominar en este 2017.

Froome siempre ha declarado que se siente “ciudadano del mundo”, aunque más próximo a África, donde piensa volver cuando se retire del ciclismo, con la idea de montar una escuela en Kenia.

En Inglaterra no goza de la popularidad ni el reconocimiento de Wiggins, o incluso de Mark Cavendish. Ellos sí han recibido el premio de deportista del año, Froome nunca. Es como si muchos no le considerasen británico.

El primer técnico que reparó en sus aptitudes fue el italiano Claudio Corti, quien le vio “detalles especiales y mucho talento”.