El 30 de julio de ese año, Cali recibió a los 2.996 atletas, provenientes de 32 países, para encender la llama de los VI Juegos Panamericanos.

Las ferias de diciembre solían arder sobre las casetas de la Calle 15 y la Carrera 1 al ritmo de la descarga bestial de Richie Ray y las trompetas incendiarias de la Fania All Stars. Las tardes no eran tardes si la familia no se sentaba, en pleno, al pie de la radio para seguir las intrigas policíacas de la ‘Ley contra el hampa’ y las hazañas de ‘Kalimán’ o ‘Shang Li Poo’. Y las mañanas no eran mañanas sin el bendito matiné en los teatros Belalcázar, María Luisa, Cervantes o San Fernando en los que, una y otra vez, Vicente Fernández protagonizaba ‘La ley del monte’.La cita para ‘mecatear’ era en el Parque de los Tanques, sobre la Avenida Circunvalar, y la mejor chuleta era aquella que se servía en las mesas de ‘El despiste’, un restaurante que se alzaba discreto en la Carrera 15 con Calle 16. Amparo Arrebato ya tenía disco y fama y ‘El negro Palomino’, un caleño con estampa de barrio popular, se había convertido en el humorista más famoso del terruño. Nadie hablaba de panaderías, para eso estaban las fuentes de soda. Nadie hablaba de discotecas, en Cali la rumba era en los grilles. En Honka Monka, en Séptimo Cielo.Y la Cañaveralejo, esa plaza de toros que hoy domina a sus anchas el paisaje de un tramo del sur de la ciudad, era entonces un paraje lejano para la mayoría: la Cali de 1971 terminaba en sus orillas y para llegar hasta ella era necesario tomar un bus en la Iglesia Santa Rosa, sobre la 10, en pleno centro, nervio y corazón de un territorio que de a poco se fue despojando de sus ropajes de pueblo grande para vestirse de gala y convertirse en ciudad.Si los recuerdos no engañan a Alberto Sinisterra, esa fue la Cali que recibió a los 2.996 atletas, provenientes de 32 países, que el 30 de julio de 1971 arribaron para encender la llama de los VI Juegos Panamericanos. El hombre, pensionado de Emcali, era apenas un muchacho de 16 años, estudiante del Colegio San Luis Gonzaga, que asistía en primera fila —como toda su generación— a la transformación de una ciudad que no superaba los 972 mil habitantes. Esa que alguna vez el célebre periodista Alfonso Bonilla Aragón calificó como “un tranquilo burgo semi-pastoril y semi artesanal, acrecido apenas por el censo vegetativo”.Una ciudad, en definitiva, que estaba aprendiendo a ser ciudad. Alberto era aún más joven cuando la noticia de que Cali había sido designada como sede de estas justas sonó como disparos de metralla en los parlantes de los radios y fatigó las primeras planas de los periódicos. Ocurrió justo cuatro años antes. El cubano José Pardo Llada, ya para entonces un caleño más, recitaba el suceso con emoción a través de ‘Mirador en el aire’, su programa en Todelar: era 1967 y en Winnipeg, Canadá, una delegación de empresarios y líderes caleños le había arrebatado en justa lid a Santiago de Chile la organización de los juegos. El anuncio, en ese país, lo había hecho Josué Sáenz, presidente del Comité Olímpico de México. Doce países votaron a favor de Cali, once a favor de Santiago de Chile y seis a favor de Champ, en los Estados Unidos. La delegación chilena no daba crédito. Los estadounidenses se sentían decepcionados. ¿Acaso dónde quedaba Cali? ¿Por qué razones había ganado si era una ciudad chica? ¿Si ni siquiera era capital? Los colombianos, en cambio, lloraban y se abrazaban ante el mundo. Y a miles de kilómetros de allí, en Cali, los dirigentes de todas las disciplinas, congregados en la Casa del Deporte —que esperaban la llamada telefónica desde Winnipeg— festejaron como si ya el sólo hecho de tener la sede fuese una medalla de oro conseguida en una marca olímpica. Todo ese alborozo fue el que transmitió la voz de trueno del viejo Pardo Llada desde su cabina. “Atención, atención caleños —se le oyó decir— Cali, la bella Cali, celebrará los próximos Juegos Panamericanos”. El País tituló al día siguiente: ‘Cali es la sede. Consagrada Capital Deportiva del Hemisferio’. Nada volvería a ser igual para quienes vivieron la Cali sesentera, cuya precaria modernidad apenas si alcanzaba para tener televisión a blanco y negro en una que otra casa. “La ciudad se transformó en todo sentido: durante un tiempo permanecimos como en obra gris, palustre, ladrillo y cemento por todos lados; los juegos eran el tema del almuerzo y la comida. Que dónde se conseguirían las boletas. Que dónde se iba a hospedar a tanta gente; se le escuchaba preguntar a la gente”, recuerda Sinisterra. De esa Cali en obra gris que evoca Alberto quedó para dicha de la ‘nueva ciudad’ el aeropuerto Alfonso Bonilla; se construyó toda la villa panamericana de la Calle 9, a la altura de la Carrera 39, las piscinas Alberto Galindo, el coliseo del Pueblo, el estadio Panamericano, el Polígono de Tiro. Y la platica —que se recaudó en un 80 por ciento por valorización— alcanzó para remodelar el estadio Pascual Guerrero y dejarlo dotado con una pista de tartán que les permitiera a los atletas conseguir marcas mundiales. Y, claro, las vías, esas que narran en silencio lo que es el desarrollo de las urbes, también llegaron renovadas en 1971: de esa época datan, entre otras, la Autopista Sur, la Avenida Guadalupe y la Avenida Pasoancho. “Y la gente se entusiasmó tanto, que todos quisimos tener bonitas las fachadas de nuestras casas; mis padres, por ejemplo, mandaron la suya a pintar y remodelar. Los albañiles y pintores no daban abasto”. Ese había sido el sueño de Alberto Galindo, dirigente tolimense, pero vallecaucano de corazón, miembro del Comité Organizador de los Campeonatos Suramericanos de Atletismo y Natación y por largo tiempo Presidente de la Junta Departamental de Deportes. Fue él quien habló por primera vez de que Cali fuera sede de los Panamericanos. Fue él quien organizó el comité que después conseguiría la hazaña. Fue él quien inició la gestión ante los países participantes y ante la Organización Deportiva Panamericana, Odepa. Fue Galindo quien convenció al propio presidente de entonces, Guillermo León Valencia, de que era necesario el espaldarazo de la Nación, y el que, de paso, convenció a los escépticos de su propia ciudad. Al final, el que enamoró a los caleños de la idea de servir como huéspedes de los atletas que durante dos semanas se medirían en 17 deportes. Galindo, lo reseña la prensa de la época, soñaba alcanzar un evento que jalonara la ciudad hacia el progreso. Eso mismo había sucedido en Japón, solía decir él, con los Juegos Olímpicos. Era un soñador aterrizado. Sabía que el reto era titánico: Cali carecía de los mínimos escenarios deportivos, y debía —a marchas forzadas y en sólo cuatro años—, construir un equipamento urbano que estuviera a la altura para recibir a casi tres mil deportistas, sus numerosas delegaciones y a los miles de turistas que atraería la contienda. Casi cinco mil personas. Años atrás, en 1954 y también de la mano de Galindo, la ciudad había organizado los VII Juegos Atléticos Nacionales y había salido bien librada. Todos querían repetir la gesta pero a los ojos del planeta.En sus columnas de prensa, Bonilla Aragón lanzaba reflexiones sobre las barreras que tendrían que superar los urbanistas que decidieran encarar el desafío: evitarle al público, a propios y extraños, las dificultades de movilidad propias de una ciudad que ya para ese entonces tenía graves problemas de transporte debido a lo que él llamó “el mal endémico de Cali: su crecimiento atípico”.Cali, hasta ese entonces, cuenta el historiador Alberto Silva Scarpetta, había crecido a retazos. Sin orden, sin mayor infraestructura; acogía sin norte a antioqueños, a familias enteras del Pacífico que buscaban respirar aires de esperanza y otras más del Eje Cafetero, “pero sin planificación y con un POT limitado. Y ese fue el mayor desafío con miras a los Juegos: tener una ciudad que pareciera una ciudad”.Fue también un desafío para el espíritu mismo de los caleños de a pie. Clementina Restrepo, profesora por aquellos años del Liceo Femenino, evoca la energía de los vecinos, de los muchachos al salir de sus clases, que se ofrecían como guías y traductores para los visitantes que hablaran inglés, de las amas de casa que decían tener a disposición sus hogares para recibir a los deportistas en caso de que los hoteles no dieran abasto. “Fue como si, de un momento a otro, todos nos hubiéramos sintonizado con la idea de hablar bien de Cali. Ya teníamos fama por ser cívicos, por hacer fila para tomar un bus, por las buenas maneras en el hablar y en el trato, y entonces la idea era reforzar ese sentido de pertenencia”, cuenta Berta Herrera Olaya, en ese entonces una espigada atleta de 24 años y a la postre juez de estas justas. No sería fácil en todo caso. “Yo tenía tías —sigue hablando Berta— que vivían en barrios tradicionales como Santa Rita y Santa Teresita, en unos caserones que parecían fincas, y entonces para ellas llegar hastah2el sur de la ciudad implicaba un verdadero paseo. Era como viajar hoy de Cali a Palmira. Y en el sur fue donde se concentraron casi todos los espacios donde se harían las competencias”. Y Cali respondió Las limitaciones de transporte, sin embargo, no se sintieron en los escenarios deportivos, una vez iniciaron las justas. Las tribunas, desde la ceremonia misma de inauguración en el Pascual Guerrero, siempre permanecieron a reventar. Ese día, 30 de julio de 1971, el vallista vallecaucano Jaime Aparicio, justamente el primer medallista de oro de Colombia en unos Juegos Panamericanos —su conquista había sido en Buenos Aires, en 1951— franqueó la puerta del Pascual y con un trote firme supo portar la llama olímpica por toda la pista atlética, hasta encender el pebetero en la parte más alta de la tribuna sur del estadio. Una emoción similar se sintió en cada combate de boxeo y de esgrima, en cada carrera de atletismo y de ciclismo; en cada partido de baloncesto, de béisbol, de fútbol, de voleibol y de waterpolo y en cada encuentro de gimnasia, hockey sobre césped, levantamiento de pesas, lucha, natación, tiro, vela, algunas de las disciplinas que se disputaron en estas justas. La delegación de cubanos fue la revelación de ese 1971, recuerda Enrique Zapata, nadador de la selección colombiana. Ocuparon el segundo lugar de la medallería y, de paso, se ganaron el corazón de los anfitriones. Jairo Ramírez, un veterano periodista, quien para entonces era un joven estudiante de colegio, se acuerda que los atletas de la isla eran los que más se paseaban por la ciudad, los que más preguntaban por sus mujeres y los que solían intercambiar sus medallas y emblemas por jeans, camisetas y hasta elementos de aseo, pues ya padecían los rigores de la Revolución de Fidel. Pero, sin duda, advierte Zapata, uno de los grandes atractivos deportivos fue el antioqueño Martín Emilio ‘Cochise’ Rodríguez, “que en estos juegos panamericanos se despidió como amateur para convertirse en profesional del ciclismo. A su paso por Cali triunfó en persecución individual de los 4 mil metros y por equipos”. Ese mismo año el pedalista ganaría el campeonato mundial en los mismos 4 mil metros persecución individual, esta vez en Varese, Italia. Su consagración mundial le llegó poco después en el Giro de Italia.El único que no pudo estar allí, en primera fila, para aplaudir estas y otras hazañas, fue paradójicamente, quien más lo merecía: Alberto Galindo, quien había muerto siete meses antes de otorgársele a Cali la sede de los Juegos, el sábado 31 de diciembre de 1966, a los 50 años. Su ausencia ese 1971 no pasó inadvertida y se le hizo justicia, todos lo sabían como el papá de unos juegos continentales que pusieron a su ciudad en la prensa de medio mundo. Cali, ya lo hemos comprobado, nunca volvió a ser la misma.