El arrimón del torero español conmovió a Cañaveralejo y le dio la puerta grande. Pablo Hermoso de Mendoza cortó una oreja. Variado encierro de Juan Bernardo Caicedo.

El arrimón es un viejo recurso. Tan antiguo que, parodiando al maestro Gabo, a lo mejor ni se llamaba así cuando ya estaba inventado. Eso de ponerse en jurisdicción de las garras de la fiera, a su pleno alcance, sobrevive a los tiempos porque quizás no se ha encontrado un sustituto al valor, y el arrimón es una de sus tantas formas. Además, el valor siempre dejará su impronta en este juego entre la vida y la muerte.A ese santo se acogió Javier Castaño para encontrar la llave de la puerta grande en esta cuarta corrida de abono de la Feria, tarde llena de matices, comenzando por los de los mismos toros de Juan Bernardo Caicedo, en la que las cosas cambiaron de rumbo al vuelo de los turnos.Así, por ejemplo, los generosos presupuestos que le habían asignado los aficionados a Pablo Hermoso de Mendoza no le cuadraron al final de las cuentas al caballero navarro. Y no porque no quisiera, porque si algo le sobra a él es afición y voluntad, aparte de sabiduría. No, es que las faenas se hacen ahí, cada vez más en los terrenos del toro, y es en función de este que terminan siendo felices realidades o frustraciones. Como la del sexto de la tarde, donde lo que parecía maduro, termino verde.En ese toro, las cosas se complicaron, en particular porque el toro pasó pronto de ser boyante a aplomarse en los medios. Y si a eso se le suma la imprecisión en las banderillas y el rejón definitivo que no encontró lugar, pues todo quedó en ilusiones, más allá de ese par corto a dos manos que levantó a la gente en los tendidos. Entonces, el torero a caballo debió conformarse, y con él las multitudes que arrastra, con esa oreja del primero de sus turnos, en el que un buen toro, tercero de la tarde, permitió ver la danza de su cuadra de caballos, exigidos casi siempre por el buen ejemplar. El ramillete de banderillas cortas y los juegos de todos los caballos de su cuadra dejaron llover las ovaciones.La liebre, pues, no saltó allí, pero sí apareció vestida de grosella y oro en el cuarto, para que un leonés se jugara entero en procura, no de cortar dos orejas sino de arrancarlas, así fuera con los dientes. El toro, cuarto de la tarde, tuvo alegría de salida y Castaño se echó el capote en sus manos con la intención de devolver esa prontitud con un tercio variado. Lo brindó a sus apoderados, gesto que enseguida se tradujo en la disposición de ponerse en un sitio al que jamás renunció a lo largo de la lidia: más cerca, imposible.Claro está, hubo algo más que eso. Ahí quedó un muletazo del desprecio que evocó a una figura que vale más bien llevar en la memoria de la devoción; un pase de pecho tan largo que hizo echar aún más de menos el reloj de la plaza; y algún par de muletazos caros. Pero el cielo, para Javier, llegó en esa imagen de piedra que aguantaba mientras la taleguilla sentía el aliento de los pitones. ¿Y Cañaveralejo?, por fin hecha silencio.Un exceso, siempre son malos, lo llevó a alargar lo que ya estaba consagrado. Por eso terminó, primero, en los aires y luego en la arena, mientras el toro buscaba, sin éxito, la presa. Javier se levantó y la espada hizo el resto. Dos orejas en su ley. Aquí no caben paralelos. Esas también valen.En el primero, supo capotear el temporal de un toro incómodo al que le ganó la pelea con méritos.A Guerrita Chico el 28 de diciembre no le resultó tan inocente. Dos toros, muy complicado el primero, y otro con el que no tuvo sintonía, lo mandaron en blanco a casa.