Aquí siguen llegando los desarraigados del Pacífico, pero también indígenas y gente en busca de oportunidades. La vida se complica.

El negro Luis Mosquera fue uno de los primeros beneficiarios de las casas gratuitas que entregó el gobierno en mayo de 2013 en la urbanización Llano Verde, al suroriente de Cali. Y fue el primero en montar una tienda en su nueva casa, como la que tenía en el jarillón. Es lo que ha hecho siempre. Mientras le vende a un cliente media libra de papa, un tomate, una cebolla, media cajetilla de cigarrillos, una chocolatina y un cojincito de gel para el cabello (“son $3140”, le dice), cuenta que la violencia lo expulsó de Chigorodó (Antioquia) hace 11 años y llegó al jarillón de Petecuy donde le pagó arriendo al dueño de un rancho.La reubicación no fue fácil. Los recién llegados tuvieron una reunión con el vecindario de Morichal y Ciudad Córdoba para limar asperezas. “Ellos estaban muy preocupados porque decían que veníamos del Calvario; les explicamos cuál era nuestra situación: somos desplazados por la violencia, pero somos gente de bien, que tuvo que dejarlo todo y salir corriendo... Ellos se fueron dando cuenta que nosotros no éramos del Calvario”, dice Mosquera.“Les enseñamos a saludar, al principio les decíamos ‘buenos días’ y ellos no contestaban porque esa gente estaba piedra y tenían razón... Eso fue hasta la semana pasada, no sé de aquí en adelante qué ira a pasar”, expresa Mosquera. Carmel Elisa Díaz, una quindiana menuda y de anteojos, reubicada del jarillón, se apura a decir que “esto aquí no lo vamos a dejar dañar”. Pero se queja de que la Policía en vez de ayudar, los está atropellando; “nos tratan como delincuentes”, asegura. El problema -reconoce Felipe Montoya, asesor de Paz del Municipio-, es que desde un principio faltó acompañamiento social y equipamiento en salud, educación y recreación que generen las condiciones reales de una reubicación para la gente. Incluso un CAI para la seguridad. Ahora lo están tratando de solucionar.Imelda Suárez dice que Dios le dio una casa en Llano Verde, luego de la odisea que ha vivido en los últimos años. Ella salió una madrugada de su natal Granada (Antioquia) huyendo de la guerrilla o los paramilitares, no sabe bien, que se le querían llevar sus seis hijos.Doña Imelda vio cómo a los que no colaboraban o sospechaban que eran soplones les sacaban los ojos, a las mujeres les mutilaban los senos, a los hombres les cortaban los genitales, a todos les sacaban las uñas y, finalmente, los mataban. De hecho, el asesor de Paz Felipe Montoya recuerda que hubo un momento en que Granada pasó de tener 30.000 habitantes a solo 8000. La violencia expulsó a la mayoría de la población y buena parte de ella se vino para Cali.Héctor Cuéllar, a quien la Secretaría de Gobierno Municipal lo estaba desalojando el jueves pasado del taller de mecánica que había montado sobre del jarillón de Calimío norte (cerca al Paso del Comercio), salió corriendo del Urabá antioqueño hace 26 años. A Cuéllar le pasó lo mismo que a Imelda. La guerrilla quería reclutar sus hijos y las Convivir también. El plante del taller que tenía valía $20 millones en ese tiempo y le tocó venderlo por $4 millones y empezar de nuevo en Cali. Dice que conoció al negro Támara, un dueño de volquetas que transportaba materiales, a quien le pidió seis mil viajes de tierra para rellenar el hueco donde luego montó su taller. El terraplén se amplió. Ahora debe volver a salir de donde está porque, en la zona que ocupa, el jarillón está fracturado y hay que reforzarlo, pero le prometieron que en tres meses lo reubicarán en una vivienda cerca de allí. La negra Lucía Córdoba es una de las 17.097 personas desplazadas que llegaron el año pasado a Cali, con su pequeño hijo de 1 año de edad. Salió de San José del Tapaje, el último poblado en las profundidades del río Tapaje. Es un corregimiento del Charco, Nariño, de donde fueron expulsadas 334 personas a la capital del Valle, el 2,4 % de todos los migrantes que llegaron a esta ciudad en 2014.A Lucía, la guerrilla le pedía que entregara el dinero de su esposo asesinado y ella no sabía de qué dinero le hablaban. La persiguieron, la amenazaron y tuvo que dejar tirada su casa y salir. Mandó a su niña de 8 años para donde la abuela y ella se vino con su bebé para Cali. Esa es casi la misma historia que han vivido los 74 desplazados que hoy alberga el hogar de paso que tiene aquí el Municipio, donde atiende a las víctimas de la violencia que llegan con una mano adelante y otra atrás. Es una atención que se debe brindar por ley con apoyo de la Unidad de Víctimas del Ministerio del Interior.El de los indios Embera Katío es otro drama de migrantes que nadie quisiera vivir. Son 199 personas hacinadas en un inquilinato del barrio El Calvario, que viven de la mendicidad, que llegaron hace dos años desde Pueblo Rico (Risaralda), traídos por alguien que les prometió monedas. Que cocinan con la leña en la misma pieza donde duermen, que comparten la misma comida y el mismo baño y que sobreviven de las limosnas que piden las mujeres. Evelio, uno de los indígenas, dice que fueron traídos con engaños a la ciudad y que definitivamente quieren regresar a su territorio, porque sus hijos se están enfermando de los pulmones y se están contaminando de los vicios de droga y prostitución que imperan en la zona.Ellos son parte del 0.5 % de población indígena que se ha asentado en Cali, según cifras del Dane, y que están diseminados por toda la ciudad. Su mayor concentración está en los asentamiento subnormales de la Comuna 18, esa zona de la ladera suroccidental que sigue creciendo a golpe de invasión. Allá arriba del barrio Meléndez, en el sector de La Choclona, está lo que la gente conoce como el ‘resguardo de los indios’.Los afrodescendientes, como los indios, no tienen sitios de concentración étnica. Ellos viven en toda la ciudad porque son el 26 % de la población caleña. Tal vez lo más parecido a un asentamiento afrodescendiente era la colonia Nariñense, en Aguablanca, que fue erradicado el año pasado y sus 156 habitantes (los últimos de los 419 que habían hace una década), reubicados en Potrerogrande o en otras viviendas con auxilio de arrendamiento.Lo que sí hay son cinturones de miseria alimentados por invasores que llegan del Pacífico y del resto del país, no solo expulsados por la violencia, sino invitados por familiares que echaron raíz en la ciudad.El jarillón de 17 kilómetros de longitud sobre el río Cauca ha sido uno de esos cinturones. Fabio Vélez, coordinador del componente social del Plan Jarillón de Cali, señala que en ese terraplén han vivido 7885 familias en riesgo, casi todas provenientes del Pacífico, Cauca, Nariño, Putumayo y Eje Cafetero. En ese dique hay zonas, como la llamada ‘cinta larga’ del sector Las Vegas, donde todos sus habitantes proceden del Chocó y ocupan la pendiente del jarillón. Pero, sobre la corona del dique, otros inmigrantes viven mejor y quieren seguir allí. “Han montado empresas de gran tamaño, tienen talleres, marraneras y no pagan servicios domiciliarios, ni impuestos de predial ni industria y comercio, pero viven de la ciudad”, advierte Claudia Lorena Muñoz, subsecretaria de Gobierno de Cali.Asegura que el jarillón le genera pérdidas a las Empresas Municipales de Cali de hasta $16.000 millones anuales, por servicios públicos no pagados.Pero mientras el gobierno caleño hace esfuerzos por desocupar el jarillón y reubicar a los desplazados, devolver a los indígenas a su territorio y manejar las hordas migratorias que llegan a la ciudad, otros gobernantes -quién lo creyera-, auspician la expulsión de la gente hacia esta ciudad.Felipe Montoya denuncia que hace diez días se inició un desplazamiento de 50 personas de Barbacoas (Nariño) hacia Cali, de las cuales han llegado 17. “La gobernación de Nariño les estaba dando el pasaje para que se vinieran para acá -señala- y la excusa que dan es que como vienen del calor de Barbacoas les da frío en Pasto”.Así ha sido la migración en CaliSegún un estudio del sociólogo de la Universidad del Valle, Fernando Urrea, los grandes ritmos de la urbanización en Cali determinan que entre 1851 y 1912 a duras penas se triplicó la población durante 61 años, mientras entre 1912 y 1938 (26 años) aumentó casi 3,5 veces; y en los siguientes 26 años (1938-1964) aumentó 5,5 veces. Sin embargo, para el período 1964-2005 (41 años) crece solamente 2,9 veces.No obstante, a partir de la década del 80 -señala Urrea- los flujos migratorios más dinámicos y constantes son los procedentes del Pacífico. Esto a la par de una aceleración en la conformación de un área metropolitana que tiene a Cali como epicentro, constituida por los municipios del sur del Valle y, progresivamente, todos los municipios de la zona plana del norte del Cauca, que han tenido históricamente mayorías poblacionales negras. En forma paralela, se intensifica la migración desde el Pacífico a la ciudad.Por esta razón, señala el analista, “puede sostenerse que en Cali a finales del siglo XX y comienzos del XXI vuelve a tener un peso considerable la población negra-mulata. Se trata ahora de una ciudad mestiza y negra-mulata, con una región metropolitana de mayoría negra”.A lo anterior se agrega otro fenómeno y es el retorno durante los últimos cinco años de mucha gente que había emigrado al exterior en los años 90.El Valle y Cali se destacan en el censo del Dane como la región y la ciudad con mayor porcentaje de hogares que tienen un miembro residiendo en el exterior. Para Urrea, esto explica por qué el papel de la migración cae entre 1993 y 2005 en Cali, fenómeno observado en el censo con un saldo neto de apenas 0,085 por 1.000 habitantes.Debido a la crisis en los países europeos el retorno de muchos caleños a su ciudad no se hizo esperar. Se estima que un 34,1 % de estos emigrantes retornaron hacia el 2010, una cifra que se calcula bajará al 19,3 % en este 2015 debido a la moderación del flujo migratorio.El desplazamiento intraurbano (de un barrio a otro) es otro fenómeno preocupante y aporta el 16 % del desplazamiento en Cali. Y en eso tiene que ver el conflicto armado y la criminalidad como puede observarse en las estadísticas que maneja la asesoría de Paz, donde, por ejemplo, Buenaventura se destaca como el mayor aportante de migrantes a Cali en el último año con el 19.5 % del total, seguido del desplazamiento intraurbano.Reubicación, un costoso compromiso para la ciudadLa muerte de un niño Embera en El Calvario, la semana pasada, volvió la mirada sobre lo que estaba pasando en el céntrico barrio, uno de los sectores más deprimidos de la ciudad. Allí se asienta un grupo de 199 indígenas de la etnia dedicados a la mendicidad. Pero, además, el sector es receptor de cientos de personas más sin calificación étnica que llegan a Cali a vivir de la limosna y el rebusque.En esa zona el gobierno adelanta el proyecto Ciudad Paraíso, un plan de renovación urbana para recuperar el centro, donde quedará una estación central del MÍO, y va a haber vivienda sin los inquilinatos donde hoy habitan los indígenas. Se sabe que ante el inminente desalojo por el proyecto, alguna gente del Calvario se ha ido para un asentamiento subnormal en Brisas del Limonar (Calle 25 con carrera 50) y se han tomado parte de lo que será el Corredor Verde de Cali. En el Pondaje avanza otro proyecto urbanístico de unos cuatro mil apartamentos para reubicar gente del jarillón y muchos de los que invadieron ese humedal, la mayoría provenientes del Pacífico colombiano. En esa zona, el Sena termina de construir un centro de formación técnica para los jóvenes. Potrerogrande es el otro lugar de reubicación de desplazados e inmigrantes asentados ilegalmente en la ciudad, donde el gobierno reconoce que ha faltado acompañamiento social para evitar que la inseguridad, alimentada por 104 pandillas identificadas en Cali, lo desborden. Como ocurrió con su vecino Suerte 90, donde no hubo continuidad en los proyectos sociales y productivos.En Altos de Santa Elena, entre tanto, fueron reubicadas más de dos mil familias víctimas de la ola invernal, muchas de las cuales ni siquiera vivían en Cali, pero se habían desplazado hasta aquí.