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El espejo del mal

Una vez más, lo que nos llega de Estados Unidos es muerte, locura, maldad. Esta vez desde Sutherland, Texas, con ese joven insano, Devin P. Kelley, quien para aliviarse de quién sabe qué sombríos infiernos disparó 450 balas contra la feligresía de una pequeña iglesia

7 de noviembre de 2017 Por: Santiago Gamboa

Una vez más, lo que nos llega de Estados Unidos es muerte, locura, maldad. Esta vez desde Sutherland, Texas, con ese joven insano, Devin P. Kelley, quien para aliviarse de quién sabe qué sombríos infiernos disparó 450 balas contra la feligresía de una pequeña iglesia, siendo lo más aterrador, si es que puede haber gradaciones en ese mal, su sevicia con los niños, incluso con los recién nacidos, los cuales lloraron de miedo escondidos debajo de mesas y sillas, lo que atrajo la atención del psicópata, que fue hacia ellos y los abaleó con ráfagas, desde arriba de la mesa, como si se tratara de una sangrienta película de Quentin Tarantino.

Que los norteamericanos están mayoritariamente chiflados y con las bujías goteando, eso ya no hay quién lo dude (basta ver a su presidente). Lo que me llama la atención es el modo en que algunos de ellos avanzan, cada vez con mayor decisión, por un tenebroso camino que se propaga de un modo ágil, casi neuronal. Como si cada acto violento buscara reflejarse en el espejo del anterior. ¿Qué simbologías o ritos operarán en el imaginario de alguien que, atraído por el llanto, va a dispararle a un amasijo de niños asustados? No agrego que además estaban indefensos, pues todos, ante un perturbado con un fusil semiautomático, estamos indefensos. ¿Cómo un cerebro puede dar la orden de disparar en un caso así, y cuál es el frenético alivio que algo semejante puede ofrecer? Hay que situarse, realmente, en la otra orilla de lo humano.

La enfermedad, por supuesto, es a la vez la gran respuesta y la gran coartada; pero uno no deja de acariciarse el mentón, con sospecha, pues si bien hay enfermos cuyos actos los perpetra la misma afección, hay cada vez más gente que acude a hospitales para eximirse de culpas y entregarle su caso a la ciencia, huyendo de eso que la religión nos enseñó incluso a los agnósticos y que se llama ‘libre albedrío’ o capacidad de elegir entre el bien y el mal. También de asumir las consecuencias.
Salvando toda distancia con el energúmeno de Texas, el patán del Harvey Weinstein y ahora el actor Kevin Spacey, por ejemplo, podrían quedar exonerados de sus abusos sexuales por el sólo hecho de internarse en una clínica contra la adicción al sexo, pues con eso sugieren que no fueron ellos, sino la enfermedad la que violó y chantajeó sexualmente a sus víctimas. Supongo que en unos meses saldrán con las manos en la nuca y agradeciéndole a Dios por haberlos hecho caer, para así encontrar luego el buen camino (y poder así salvar sus carreras).

Recordemos que algo parecido quiso hacer nuestro más reciente monstruo local, Rafael Uribe Noguera, pretendiendo disolver su culpa en una brumosa (y probablemente aconsejada por su hermano abogado) adicción a las drogas, lo que, de paso, lo convertiría también en víctima, al lado de la niña que violó y mató. Lo que sí veo es que este tema no parece darle tregua a la humanidad, en ninguno de los rincones del mundo. Hace poco decía en una columna que todos estos asesinos son versiones modernas de Dr. Jekyll y Míster Hyde, de Stevenson, pues muestran los increíbles abismos que subyacen en la mente humana, y cómo cada vez más personas, empujados por quién sabe qué experiencias y horrores, resbalan y caen al vacío, llevándose en el estrépito de su salto a decenas de otros que, simplemente, estaban por ahí.

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