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Valores vallecaucanos: Ella es María Vanegas, la sanadora de las víctimas de la violencia en Trujillo

María Ludivia Vanegas vivió la violencia en todas sus formas: su padre fue asesinado en la época de La Violencia, fue desplazada, perdió a un hijo y parte de su familia. Levantándose sobre el dolor, María Ludivia ahora vive para ayudar a vivir a otrosValores vallecaucanos: María Ludivia Vanegas, la mujer que ayuda a sanar a otras víctimas de la violencia en Trujillo.

22 de noviembre de 2017 Por: Especial para El País 

Hay ciertas cosas que las palabras no pueden explicar y una de ellas es la muerte. Eso lo comprobó María Ludivia Vanegas el 20 de agosto de 1992 cuando se enteró de que a su hijo, Franklyn Echeverry Vanegas, de 18 años, se lo llevó ese horror al que han llamado ‘La masacre de Trujillo’.

Sentada, rodeada de fotos, crucifijos y los recortes de periódicos que visten buena parte del ‘Parque Monumento’ que en Trujillo se erigió en homenaje a la memoria de las víctimas de la matanza que el pueblo sufrió entre 1986 y 1994, la mujer intenta no quebrarse.

“Es que no importa el tiempo, uno no se recupera”, dice sacudiendo la cabeza y negándose a las lágrimas que la han desbordado tantas y tantas veces. En el intento de resumir el dolor, cuenta que lo ha vivido todo: su padre fue asesinado en medio del baño de sangre que fue La Violencia de los años 50. Luego ella fue mamá y entonces, de nuevo, la violencia: el paramilitarismo y el narcotráfico que en el norte del Valle asesinó a los campesinos que se organizaban exigiéndole al Gobierno que los sacara del olvido, que construyera carreteras, hospitales, escuelas; el paramilitarismo y el narcotráfico que se aliaron con la Policía y el Ejército para sacarlos corriendo y arrancarles el país.

En la vereda La Sonora, donde vivía, María Ludivia tuvo que ver varios muertos antes de huir con su esposo y sus diez hijos hasta que luego otra vez la violencia: primero fue el asesinato de Franklyn y luego, en 1996, el de su hermana y de su cuñado, que dejaron seis niños huérfanos en cercanías de Tuluá.

El Parque Monumento es uno de los testimonios más conmovedores de la grandeza de quienes han sufrido la guerra en Colombia. También es una de las pequeñas victorias de María Ludivia y, si se quiere, de las 342 víctimas de la masacre. Cuando su hijo Franklyn fue asesinado no hizo la denuncia por miedo. Pero cuando asesinaron a su hermana y a su cuñado no lo toleró más. Aceptó la visita de delegados de Derechos Humanos y decidió contarlo todo, lo que fue el comienzo de la fundación de Afavit, la Asociación de Víctimas de Trujillo, que reúne a unos 80 familiares de los muertos y desaparecidos.

Su lucha no fue fácil, nada fácil. Hay ciertas cosas que las palabras no pueden explicar. María Ludivia recuerda que escuchar los testimonios fue como volver a caminar sobre el vidrio molido del pasado. Pero tenían que hacerlo porque descubrieron que la única forma de sanar era regresar a ese camino. Y para señalar a los responsables y dignificar a sus muertos, Afavit pidió al Estado la edificación del Parque Monumento que es una suerte de museo levantado con trozos de la memoria posible: fotos de las víctimas, pinturas hechas por los familiares, cruces con sus nombres.

La construcción, blanca y rodeada de jardines sobre la parte más alta de la cabecera municipal, también es una especie de centro de sanación; allí, a través de talleres, quienes perdieron a los suyos han aprendido a lidiar con el dolor. Atrás del museo hay un mausoleo con los restos de las víctimas y en cada tumba está la figura en cemento de los que se fueron, hechas por las manos de los que sobrevivieron. A pesar de todo el horror, sin embargo, lo que predomina en el recinto no es la bajeza de los asesinos sino la dignidad de tantas voluntades que fueron superiores a la guerra y supieron vencerla en el amor.

Desde hace veinte años, María Ludivia abre de lunes a sábado el Parque Monumento, que apoyado por el Consejo Departamental de Paz, ofrece no solo la dignificación de la historia sino también talleres de danza, de pintura y canto para las cerca de cien personas que llegan allí diariamente. Hay ciertas cosas que las palabras no pueden explicar: una mujer que pierde a su hijo en la guerra y ahora se dedica a ayudar a nacer a otros, por ejemlo.

“Después de tanto sufrir hay que sanar, hay que perdonar”, dice ella, sentada en medio de las crucifijos, las fotos y los recortes de periódico.

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