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En Malawi (África) existe un contraste entre el lujo de la hotelería turística y las pobres condiciones de los pueblos aborígenes. | Foto: Foto: Especial para Gaceta

LITERATURA

Lea 'Bahía ardiente', un cuento de Juan Fernando Merino

Cuento tomado de ‘Los mares de la Luna’, el nuevo libro de Juan Fernando Merino. Disponible desde cualquier tienda virtual.

12 de abril de 2020 Por: Juan Fernando Merino, especial para Gaceta

—Papá, ¿nos podemos ir ya? Vámonos, por favor, papá.
—Espera un momento, Gerald, no seas impaciente… ¿No ves que estoy esperando a mi amiga?... ¡Pero podrías quedarte quieto un momento! ¡Por favor! ¡Gerald!
—¡Papá, vámonos de aquí!

Algún día se preguntará Gerald Higgins qué piezas del rompecabezas del cosmos se habrían conjugado para hacer posible una situación tan absurda, tan desesperada: un niño de doce años alto y muy tímido (él) sentado junto a un hombre completamente ebrio (su padre, el exitoso y adinerado industrial canadiense Robert Higgins) en el rincón de la cocina estrecha y ardiente de un humilde restaurante en las afueras de un pueblo africano. El padre fuma y mira hacia el suelo mientras espera a una mujer africana que conoció hace apenas un par de horas.

—Papá, prometo no volver a quejarme de Malawi ni de nada, te lo prometo, pero por favor vámonos ya. ¿Nos podemos ir?
—Gerald, ya basta. Siéntate que vas a distraer al cocinero y se le va a quemar todo…
—Papá…
— Algún día lo entenderás, hijo.

* * *

Habían transcurrido dos meses y medio desde la muerte de Patricia, la madre de Gerald, cuando su padre decidió que los dos necesitaban tomar unas largas vacaciones. Aunque todavía faltaban tres semanas para el final del año escolar. De todas formas Gerald no lo iba a aprobar. Quería viajar lejos, lo más lejos posible, poner entre ellos y el sitio de la tragedia toda la tierra, todos los mares posibles.

Inicialmente Higgins pensó en una zona recreacional vecina a Ciudad del Cabo, un destino que salía mucho en National Geographic y otros canales de televisión, pero el empleado de la agencia de viajes lo convenció de comprar un paquete completo de catorce días en Malawi, con alojamiento en hoteles de varias estrellas en cuatro pueblos de la ribera del lago, excursiones en lancha y en barco y visitas guiadas a las dos islas del lago, los pueblos más pintorescos de la zona y los más célebres sitios artesanales del país.

* * *

Al principio la novedad es tan grande que por momentos Gerald consigue mitigar el dolor. Le fascina todo lo que ve, todo lo que escucha, todo lo que huele en las calles, mercados y barcos. Por su parte, el padre parece disfrutar de las excursiones diarias y pasa buena parte del tiempo entretenido conversando con otros integrantes del tour —en particular ha hecho amistad con una pareja sueca— o negociando con los artesanos locales por el solo placer de negociar mientras usa las palabras de chichewa que aprendió antes del viaje. Al final siempre termina pagándoles lo que pedían al principio. O más.

Lo difícil son las noches. Es la primera vez que comparten habitación y son muchas las ocasiones en que Gerald se despierta en medio de la noche y alcanza a escuchar que su padre solloza, muy quedamente, tratando de amortiguar todo sonido contra la almohada.

* * *

Ocurrió la mañana del decimosegundo día, el penúltimo del tour. La tarde anterior el padre se había enfadado con un comentario del guía del grupo —un joven rubio y atlético del oeste de Canadá— que le pareció racista y totalmente inapropiado. Robert era un hombre de considerable fortuna, pero afable con todo el mundo sin importar raza, religión u oficio, y políticamente se consideraba bastante liberal. El guía se ofendió con la réplica de Robert y se habría presentado un altercado de no haber intervenido otros integrantes del tour, en especial la pareja sueca.

Se encontraban alojados en el hotel Njaja en la bahía Nkhata y aquella mañana el padre lo había despertado muy temprano y le había pedido que se alistara pronto para desayunar antes que el resto del grupo y salir a hacer un recorrido por su propia cuenta. En lugar de la visita programada a Karanga, se alejarían del lago para recorrer a pie varias aldeas de la zona, se detendrían a comer donde quisieran, a comprar artesanías donde les apeteciera, a orinar donde les diera la maldita gana.

¡Al diablo los tours organizados! Gerald se había echado a reír con las palabras del padre. Le encantaba la promesa de aquella aventura compartida.

* * *
Cuando ya caía la noche, se detuvieron en el único restaurante de un pueblo cuyo nombre habían leído al cruzar el límite municipal pero habían olvidado enseguida. El padre, fatigado y hambreado después de la extensa caminata, había pedido varios platos para compartir con el hijo, y para él una botella de vino. Gerald se sentía halagado: su padre le habló de igual a igual de los sucesos del día, le preguntó sus impresiones sobre la jornada y luego conversó como si estuviera con un amigo cercano acerca de los viajes que había hecho de joven, antes de conocer a su madre.

Sucedió de repente. Iban por la mitad de la cena y dos terceras partes de la botella de Robert, cuando este se quedó mirando fijamente a la joven camarera y dijo en un murmullo que Gerald alcanzó a escuchar: “Esa es Patricia”.

—¿Cómo, papá?
—Nada, hijo. Que esa mujer me recuerda muchísimo a tu madre.
—¡Cómo, papá! Si es una muchacha y es flaca y es negra.
—Pero son los mismos movimientos, la misma elegancia natural. ¡Es el mismo espíritu! ¿Tú sabes que cuando tu madre estaba en la universidad también fue camarera?

* * *

Aprovechando que de un momento a otro el restaurante se había quedado sin otros clientes, Robert le pidió a la camarera que se sentara a la mesa y compartiera el vino. Gerald trataba de no escuchar, pero se daba perfecta cuenta de que la joven, parecía encantada de la atención que le prestaba aquel cliente.

Era un pueblo apartado del lago al que seguramente no llegaban muchos viajeros blancos. Pronto estaban charlando como viejos conocidos.

Gerald tampoco hubiera querido escuchar pero escuchó cuando ella le dijo a Robert que al salir del trabajo quería invitarlos a su casa, que quedaba muy cerca, que así podrían darse cuenta realmente de cómo vivía una familia de Malawi, que afortunadamente Dios había sido generoso con ella y que en su casa, modesta pero amplia, podía ofrecerles dormitorios individuales para esa noche. El padre asintió sonriente y se sirvió otra copa de vino.

* * *

Ya no faltaba mucho, en media hora se cerraba el local, les estaba explicando Mubatsi, cuando de improviso se interrumpió para decir con alarma:

—¡Uy, uy, uy, allá viene Chiwinga bajando por la colina!
Ahorrando el mayor número posible de palabras, Mubatsi le explicó a Robert que Chiwinga era un exnovio insistente que cuando se tomaba unos tragos venía a buscarla, que lo podría despachar después de un rato, pero que si los veía a ellos podría sospechar algo y no se marcharía del restaurante hasta que se fueran. En la cocina había una banca donde se podían sentar a esperarla y Lorenzo, el cocinero mozambiqueño, era muy amable, muy servicial.

* * *
Pasan los segundos y los minutos, Robert fuma un cigarrillo tras otro, el sitio se siente cada vez más caliente y no aparece Mubatsi. Cada vez son más penetrantes los olores que vienen de los fogones: el del chambo —el pescado de agua dulce que les sirven en casi todos los hoteles—, el nyama ngombe —un estofado de ternera de sabor agridulce que Gerald detesta—, las gachas de nsima. El padre se levanta varias veces, camina hasta la puerta y en seguida regresa a sentarse. Hasta que se pone en pie impulsivamente, se acerca al cocinero y trata de explicarle en cualquier combinación de idiomas que necesita una cerveza. Lorenzo entiende al instante, le hace señas de que él cervezas no tiene, pero del bolsillo del delantal saca una botella con un líquido casi transparente y se la pasa.

Robert le da un sorbo largo, introduce un billete de quién sabe cuántos kwachas en el delantal del cocinero y con pasos inseguros regresa al lado de Gerald. Se sienta, inclina la cabeza, se cubre el rostro con ambas manos y trata de no llorar. Gerald ya ha desistido de seguir reclamando; se limita a mirar a su padre con una mezcla de angustia, de resignación, quizá de futura comprensión.

* * *

Media hora después se entreabre sigilosamente la puerta, entra la joven camarera y se acerca a la pareja de padre e hijo, el padre a punto de quedarse fundido.

—Robert, Robert… —lo despierta, hablando en susurros—. Chiwinga está borracho y muy pesado. Se podría poner violento. Mejor que me lo lleve a dar un paseo mientras se va calmando. Lo siento. De verdad lo siento muchísimo. Ha sido usted muy amable. Por favor, vuelva otra noche.

Robert se pone en pie, arroja al suelo su cajetilla de cigarrillos y la botella del cocinero y se dirige hacia la puerta a pasos largos y torpes.

—Papá, por favor, no salgas… ¡Papá!
—¡Robert, cuidado! ¡Ven acá! ¡Chiwinga está fuera de sí, furioso!

Pero ya Robert Higgings, presidente de la Empresa de Repuestos Aeronáuticos Rainbow Incorporated, ha entrado al comedor del restaurante Baobab en la aldea de Msosa y se dirige al encuentro de su rival, que acaba de sacar un arma y se dispone a disparar.

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