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En ‘El Pescador’, Betzayda ya le ha podido dar empleo a dos de sus hermanas. Ellas le ayudan en el servicio diario. También tiene domicilios. | Foto: Especial para El País

PALMIRA

Valores vallecaucanos: el restaurante con el que esta mujer emprendió una nueva vida en Palmira

Cocinar y vivir son asuntos similares, aunque no lo parezca. Con el tiempo es posible entender que ambas cosas se aprenden a fuego lento. Y que la persistencia es receta universal. Esta es la historia de una mujer sin moldes llamada Betzayda Perea, de un sabor amargo pero sin huellas visibles, y de un sueño con 7 mesas.

12 de diciembre de 2017 Por: Redacción de El País 

Así que un día de agosto Betzayda Perea tomó a la niña en sus brazos, se colgó la pañalera al hombro, metió lo que cupo de vida en una maleta y partió dejando atrás la brisa arenosa de Puerto Zaija, sus atardeceres pargo-rojo y todo el pasado que alcanzara a quedarse allá anclado, a orillas de los ríos que de camino al Pacífico bordean esa porción de Timbiquí, en el Cauca profundo, donde ella había crecido libre hasta ese momento, el año 2009.

Se marchó por lo mismo que fue historia repetida en Colombia: la guerra rompiendo las puertas de las casas de los que nada tenían que ver con la guerra, la guerra echando a los campesinos fuera del campo, a los pescadores fuera del agua, a los niños fuera de la niñez, empujando a mujeres, ancianos, bebés, hombres inocentes, familias, cientos de familias, miles de familias lejos de sus tierras. Con seis millones y medio de desterrados, en el 2014 este fue el país con más desplazados en el mundo, superando el espanto de Siria y sus ciudades destrozadas por las bombas.

Como suele ocurrir con quienes terminan forzados a componer ese inmenso pueblo de nómadas por obligación, Betzayda primero tendría que sortear varios giros del viaje con espíritu gitano. Su estación inicial fue Puerto Tejada, donde tenía familia, pero de donde también decidió irse para preservarse lejos del agite que rodea al municipio y sus calles de pandillas azarosas; cruzó Padilla, donde consiguió algunos trabajos de paso, estuvo en Pradera, y transitó las oscuras noches en vela de la incertidumbre hasta que en el 2010 consiguió colocarse en un restaurante de comida de mar en la Carrera 19 de Palmira. En Puerto Zaija, buena parte de su juventud la había trabajado en un restaurante, y cuando no, se la había pasado limpiando pescado y descabezando camarón por kilo, de modo que el oficio lo conocía bien. Entonces sintió que al fin podría volver a empezar. Y de esa manera empezó.

Ahora Betzayda tiene 33 años y una sonrisa larga y reluciente como pasillo de hospital. Solo contemplándola, tal vez, tal vez, uno podría sanar algún dolor. Pese a todo, la angustia del desplazamiento no le dejó recuerdos visibles en el rostro y su piel negra se conserva tensa y suave, como si las muecas del sufrimiento jamás lo hubieran contraído.


“El camino fue muy duro y me ha tocado muy duro, pero al final yo me siento muy contenta de haber encontrado la cocina porque cocinar es mi pasión, ¡es lo máximo!”, dice ella, de ojos que brillan y trenzas que le caen a los hombros. Establecida en Palmira, en el restaurante de la Carrera 19 hizo una pequeña carrera que la llevó de servir mesas -que fue la posición en la que empezó-, hasta tomar en arriendo el negocio, luego de haber ocupado los cargos de jefe de cocina y administradora.

El nombre que se le concede a un hijo, dice Betzayda, es el primer paso que se da para situar al niño en el mundo. A la suya, por ejemplo, que ya tiene 10 años, la bautizó Liyen con la esperanza de que un día sea una estrella en el campo que ella escoja brillar. Pensando justamente en su niña, cuenta, un día comenzó a concebir la idea de montar su restaurante. No solo con la ilusión de impulsar su propio emprendimiento, sino con el propósito de mostrarle a Liyen que esas realmente son las armas más potentes en la vida, la perseverancia y el esfuerzo. Parecía en todo caso puro romanticismo porque para ese momento de nuevo estaba prácticamente quebrada: con lo que había conseguido ahorrar se había comprado una moto que le quitaron en un atraco callejero. Pero la violencia, finalmente, ni aquí ni allá, la iba a vencer.

La mujer entonces aplicó al programa ‘Mi Negocio’, un proyecto impulsado en 2016 por Prosperidad Social y la Gobernación del Valle para apoyar a más de 400 habitantes de la región en situación de vulnerabilidad que tuvieran el deseo de superar su situación a través del emprendimiento. Los postulantes debían cumplir con unas mínimas condiciones y en caso de salir seleccionados, asistir a un plan de capacitación a través del cual adquirieran las bases suficientes para echar a andar su idea productiva, respaldada por un capital semilla de dos millones de pesos. Con ese estímulo –enumera Betzayda- le alcanzó para comprar cuatro mesas, treinta sillas, dos ollas, un sartén, la pitadora, la nevera, 36 vasos y una “hermosa” licuadora, que fueron la dotación inicial para abrir, hace cinco meses, el restaurante ‘El Pescador’, en la Carrera 34D 47-10 del barrio Villa Claudia de Palmira.

El menú por supuesto, es comida de mar, pero abierto desde bien temprano allí también ofrecen desayunos y almuerzos del día. La comida es muy rica. El pescado es fresco, y frito, lo sirven muy crocante. Hay arroz con camarones, sancocho y cazuela. Y los fines de semana, muchos clientes. Muchos. Betzayda hace cuentas y dice que ya tienen siete mesas, pero aún así a veces los puestos no alcanzan. Ella sonríe al ver la gente. Sueña con seguir creciendo. Su niña, por ahí cerca, sentada frente a un plato de comida humeante, se alimenta del ejemplo.

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