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Mujeres y Comida, discurso de Germán Patiño

30 de junio de 2011 Por:

Cuando escucho la palabra comida se me vienen a la mente dos mujeres: Lourdes y Jesusita. Ellas me retrotraen a la infancia. Pero siempre con la idea de que comida es la expresión correcta para designar aquellas preparaciones vitalizantes, sápidas y a veces voluptuosas a las que ellas me acostumbraron.No gastronomía, ni menú, ni recetario, sino comida o, si acaso, cocina. Pero la cocina alude más al sitio, al espacio donde estas mujeres y otras como ellas trabajan, en medio de un interminable parloteo en que se tratan asuntos de vida o muerte: “fulana está embarazada”, “mengana anda en amores con Chucho, el marido de perenceja” “las sobrinas de mengano andan en asuntos con los mellizos bandidos”, y otros dramas por el estilo, mientras sacan de allí humeantes y aromáticos envueltos en hojas, o coloridos arroces, o refrescantes horchatas. En realidad la cocina es una especie de templo femenino donde ofician estas sacerdotisas del buen gusto y de la restauración vital. Yo supongo que siempre ha sido así, en todas partes, o debiera serlo.Recuerdo a Lourdes, joven mulata carioca de risa encendida y corazón tierno. Las ocupaciones de mis padres, dedicados al estudio en la Universidad Federal de Río de Janeiro, no les permitían estar mucho tiempo con nosotros, es decir, mis hermanos y yo. Así que estábamos bajo el cuidado de Lourdes, que durante todo el día tarareaba las sambas de moda: “Si pensa que cachaza e agua, cachaza no e agua nao”, mientras se ocupaba de la comida. Cuando llegaba del colegio, agotado, sucio y sudoroso, todavía recuerdo con placer a Lourdes, que nos esperaba con una fragante limonada hecha enagua de coco o una jarra rebosante de dorado zumo de piña.Lourdes era la alegría de todos los días. “Venhan meus meninos a jantar” decía con voz cantarina que nunca olvidaré, mientras sacaba del cubilete de la cocina platos magníficos de arroz blanco, fríjoles negros y farofa, esa mezcla de harina de mandioca, mantequilla, cebolla, huevos revueltos, sal y pimienta, que adorna con su sabor y texturaa toda la comida brasilera y sin la cual la vida resulta incompleta.Desde luego, Lourdes no creía que otros supieran de comida. Sobre todo los portugueses y, en general, todos los europeos, a los que genéricamente llamaba gringos. “Portugués non sabe de jantar, nao”, decía en su doble negación característica.Y tampoco creía en los recetarios. Jamás vi un libro de cocina en la despensa de Lourdes. En realidad ella hubiera preferido morir a que la vieran con un libro de cocina en las manos. Para toda afroamericana que se respete, leer un libro de cocina sugeriría que ella no le prestó atención a las enseñanzas de su madre. Que ella no sabe cómococinar. Que ella no sabe cómo hacerse cargo de su hombre. O peor, que su madre fue negligente y no la orientó sobre cómo hacer las cosas de las mujeres con propiedad y suficiencia. Y esto se extiende a la crianza de los niños, al sexo y a los rituales funerarios, es decir, a todo lo que es verdaderamente importante en la vida.Por supuesto, su comida no sabía de gramos, onzas o medidas exactas. Un poco de esto, una pizca de aquello, un tris de eso, mezcle, cocine y pruebe. Ajuste si es necesario, y transmita lo aprendido en cada cocinada de generación en generación, de tal manera que un plato hecho hoy acumula conocimientos que pueden abarcar 200 años y siempre queda perfecto. Estamos hablando de una cocina en que las cosas se hacen con las manos en la que el sabor se transmite genéticamente. Tocar y probar. Pero sobre todo tocar. Una cocina de la sensación y del sentimiento. Verdadera magia y nada de ciencia. “A ciencia non sabe de jantar, nao”, diría Lourdes con gracia. Igual fue con Jesusita, pocos años después, ya no en Río de Janeiro sino en Cali. Ella era de Tumaco, también una joven mulata, ésta un poquito más prieta, e igual de cantarina. “Oye que bonito lo vienen bajando, con ramos de flores lo están arrullando”, cantaba con voz preciosa y esa tonada se me grabó para siempre. Vivíamos en Miraflores, frente al parque, ya sin mi madre, por lo que Jesusita llenaba todo nuestro tiempo.Más allá del parecido físico, Jesusita y Lourdes eran iguales. La tumaqueña tampoco creía en recetarios y mantenía una constante disputa con mi madrastra en todo lo que se refería a comida. Desde luego siempre me pareció que Jesusita sí sabía de comida y que mi madrastra no. Tal vez porque teníamos cierta complicidad. No se que vió en mi esta afrotumaqueña, no sé que le gustó de este peladito que vivía jugando un partido de fútbol eterno, que tan sólo le traía camisetas sucias, zapatos embarrados y pantalones rotos, pero cada vez que era regañado por mis padres, Jesusita salía en mi defensa ydejaba de dirigirles la palabra. Ella, que era sólo risas y bromas, los trataba de lejos, siempre seria e indiferente, hasta que ellos no se disculpaban de alguna manera –un regalo era la mejor manera-.Tal vez porque yo le hacía el cuarto con Muchilanga, un flaco feo, bastante mayor – debía tener unos 18 años- que le mandaba carticas, que yo le leía a Jesusa – ella no sabía- y que además transmitía sus razones al odioso Muchilanga quien, no sé porqué, al menos una vez la llevó a cine un domingo por la mañana. Por Muchilanga supe que “bueno” podía referirse a cosas distintas a la comida que preparaba Jesusita. Por ejemplo, Jesusita podía “estar buena”, expresión que no pude entender sino mucho más adelante.Así como Lourdes me entregó el sabor inolvidable de la farofa, Jesusita me hizo conocer la fiesta del arroz con coco. Y debo confesar que aprendí a hacerlo de mi nana negra y que me sacó de apuros en más de una ocasión. Fui invitado a muchas fiestas en la Universidad porque llevaba, o preparaba, arroz con coco. Estiradas ninfas uniandinas me tenían en cuenta a mí, chiquito, pobretón y tímido, porque hacía el arroz con coco de Jesusita. Ya sabía, entonces, que aquellas ninfas “estaban buenas”, en realidad tan buenas como el arroz con coco. Lo que es mucho decir.Pero lo de Jesusita, como lo de Lourdes, era comida en el sentido rotundo de la palabra. Algo que se sabe hacer desde las abuelas y no se puede aprender en ninguna parte distinta al fuego del hogar. Algo sensible y vivo que siempre sabe bien. La gloria consistía en llegar de un partido de fútbol y, luego de recibir los regaños de Jesusita por el desastre de la ropa –eran los mismos siempre y los únicos que aceptaba con gusto-, me compensaba con un plato de arroz blanco, tajadas de plátano maduro fritas y un hermoso huevo frito –clara sólida y yema blanda- coronando todo aquello. Fue entonces, y sigue siendo ahora, pese a la mutilación del gusto provocado por tanta academia, mi plato de comida favorito.Hoy celebramos, de alguna manera, ese tipo de comida. La que procede de nuestra raíz afrodescendiente, íntimamente ligada al mar Pacífico y que resulta tan vallecaucana como el pan de yuca, el desamargado de limón o la cuajada con miel de caña.El infortunio me impidió estar presente para abrazar a Raquel Riascos y a Maura de Caldas, y recordar a Raquel Rojas de Ruiz, tres mujeres que han hecho tanto por la cocina de nuestra región que faltarían gestos y palabras para agradecerles. Y para reconocer a Sonia Serna, Martha Jaramillo e Isabella Prieto por hacer realidad esta emocionante velada.A mis amigas y amigos, mi gratitud sincera. Y de manera especial, a Catalina Vélez, Marlen Bonilla, Diana García, María Claudia Zarama, María del Pilar Agudelo, Isabel Patiño, Jainer Grisales y Octavio Lozano, las cocineras y cocineros que han hecho realidad esta celebración de nuestra cocina tradicional. Creo que ellas y ellos también saben, como lo sospechamos todos, que la cocina es más emoción que raciocinio, sentimiento que técnica y arte que ciencia. Todos estamos más cerca de Lourdes y Jesusita de lo que queremos creer. Lo que hace que la vida sea buena y valga la pena vivirla.

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