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Extranjeros con cédula y corazón colombianos

Mientras miles de connacionales emigran buscando el sueño americano, australiano o europeo, muchos foráneos llegan a Colombia y nunca vuelven a sus países de origen.

15 de febrero de 2014 Por: Alda Mera, Reportera de El País

Mientras miles de connacionales emigran buscando el sueño americano, australiano o europeo, muchos foráneos llegan a Colombia y nunca vuelven a sus países de origen.

No es fácil llamarse Abed Al Rahman Wajid Hamad y ser ciudadano colombiano. Bueno, colombiano nacionalizado desde el pasado 23 de enero, pero él lo era de corazón y por vocación desde mucho antes.Abed –como lo llamaremos para abreviar– desde niño escuchó a su abuelo –llamado también como él– hablar de un paraíso terrenal llamado Colombia. Jordano, igual que su abuelo, siempre le oyó historias maravillosas de este país, de la amabilidad de sus gentes, de la belleza de sus paisajes, de la biodiversidad de su flora y su fauna, del clima espléndido...Eran historias casi fantásticas que quedaron en la memoria de ese niño árabe que le evocaban Las Mil y Una Noches, pero a la criolla. Así que apenas cumplió los 18 años, este jordano de origen palestino abandonó su ciudad natal, Amán, capital de Jordania, y vino a visitar a su abuelo que vivió 60 años en Colombia y jamás regresó a su país de origen.Y se repitió la historia. La idea era pasar un mes o máximo dos de vacaciones en este paraíso terrenal... pero lleva catorce años en Sevilla, Valle. Allí pudo constatar que lo que su abuelo le refería no eran historias de ficción sino realidades verificables.A los tres meses de vivir en este pueblo cafetero, el joven Abed pasó fácil del idioma árabe a la lengua española, que aprendió a hablar y a escribir rápido. Y hace seis años abrió el Café Palestino, un café gourmet al estilo Juan Valdez, hasta con discoteca, siguiendo los pasos de su abuelo, quien fue un reconocido comerciante en este municipio del norte del Valle.A Abed la comida colombiana le parece riquísima, le encanta y baila la salsa, no pierde partido del América de Cali con una de las barras rojas de la capital vallecaucana, tiene novia, colombiana por supuesto, dice él, y hasta disfruta de las dificultades que causa su nombre en los aeropuertos, en la clínica, en los bancos.Excepto en Sevilla, donde ya lo conocen y saben el rollo y ante su nombre impronunciable, lo llaman como rebautizaron a su abuelo para simplificar el asunto: Abdul, como Maqroll, el Gaviero, el personaje icónico de la obra del escritor tolimense Álvaro Mutis. “Mi nombre es muy complicado, trae muchos problemas, para algunos es impronunciable y terminan diciendo: ‘Ahí va ‘abdularamahhamad’ o Ali Babá o lo que sea’, dice con su acento árabe, pero eso es muy bonito y me gusta porque es parte del cariño de la gente, así que no me molesta para nada”, confiesa. ¿Qué le faltaba a este árabe colombianizado que no piensa regresar a su país, pese a que allá viven su mamá y gran parte de su familia y que saben tanto de su amor por Colombia que apenas la selección clasificó al Mundial de Brasil lo llamaron a felicitarlo como si hubiese sido la de Jordania? La cédula de colombiano.Hace un año hizo la solicitud ante la cancillería colombiana. Luego de llamadas vienen y documentos van, la oficina de Protocolo de la Gobernación del Valle lo llamó el 23 de enero para la ceremonia donde el gobernador Ubeimar Delgado –quien ha visitado Café Palestino– le entregó la “carta de naturaleza”, documento que lo acredita como un colombiano más.“Ser colombiano es una bendición de Dios, es un momento muy importante y un hecho notable en mi vida, estoy muy feliz y contento”, dice para explicar porqué este documento lo exhibe enmarcado en su Café Palestino, mientras recita de memoria las estrofas de ese Himno Nacional del que unos cuantos colombianos de nacimiento tildan de “horrible”.De Taiwán a PalmiraChing-Hung Hung y Ching-Man Hung son hermanas. Aparte de sus rasgos orientales bien marcados, su español de sílabas entrecortadas propias del acento chino-taiwanés llama poderosamente la atención.Ellas son dos nuevas colombianas que se acaban de nacionalizar, pero su esencia oriental las hace reservadas, casi tímidas a su edad (Ching Hung, 33 años, y Ching Man 31) para el ambiente cálido, soleado y alegre de Palmira, la ciudad donde vinieron a parar luego de emprender una aventura desde su lejana China-Taiwán.Primero llegaron a Ecuador. En Quito vivieron año y medio, hace trece años decidieron cruzar la frontera cuando vieron que Colombia tenía mejor educación universitaria. Ching Hung ya había terminado el colegio y a Ching Man aún le faltaba, pero en su país había estudiado Lenguas Extranjeras, incluido inglés. La idea del viaje fue de sus padres y a ellas les pareció interesante aprender español.“Vimos que en América Latina los únicos países donde no se habla español es Brasil (portugués) y Haití (francés). Vinimos por aprender esta lengua, no porque en Taiwán estuviéramos mal”, dice Ching Hung.Ella hizo el Pre-Icfes, luego el Icfes y pasó a Tecnología en Sistemas en la Universidad del Valle. Y Ching Man terminó el bachillerato acelerado, hizo el preicfes en la Universidad de San Martín y pasó a Tecnología en Electrónica en la Universidad Nacional de Palmira. Sin embargo, no han podido ejercer porque los documentos no se los permitían. Debían cambiar la visa.Entonces hace dos años decidieron solicitar la ciudadanía colombiana. Pero mientras tanto, fieles a su mentalidad oriental de estar siempre activas, ingresaron a la Corporación Universitaria Remington. Allí hacen sexto semestre de Tecnología de Agroindustria. También tienen diplomados en gestión y educación ambiental y cursos en bioseguridad. Los taiwaneses no pueden estar ociosos.“Llevamos mucho tiempo viviendo acá, la calidez y amabilidad de la gente, el apoyo de los amigos, nos parece un país muy lindo, la gente es muy buena y queremos ser parte, uno de ellos”, dice Ching Man en su fragmentado, pero entendible español. Idioma que admiten sí les resultó un tanto difícil asimilar, pero ya se defienden y no recuerdan un malentendido en sus estudios ni menos en sus relaciones con sus amigos.Ching Hung cuenta que lo más complicado fue aprender los verbos irregulares. Les exigió dedicarse a memorizar conjugaciones como yo voy, tú vas, él va, nosotros vamos... O a distinguir esos sonidos parecidos como “dedo” y “duda”, que para ellas suenan casi iguales o pronunciar la retrechera “rr”. Lo que nunca les impidió cumplir siempre con sus tareas, exámenes, exposiciones y todo lo demás en donde estudiaron. Aprendizaje que les sirvió porque, además de que debieron acreditar ante la cancillería colombiana los certificados y diplomas de los estudios realizados en este país, ellas sí tuvieron que presentar pruebas de historia, geografía, Constitución Política de Colombia. “El de español fue el más fácil”, dice Ching Hung rompiendo su timidez con una sonrisa.Ching Man añade que fue voluntaria en los pasados Juegos Mundiales. Ella sirvió de intérprete de mandarín- español-mandarín con los seleccionados de patinaje y gimnasia de Taiwán y China. “Los taiwaneses estaban contentos de encontrarse con una paisana que les ayudara a comprar los souvenir”, dice. Algo tan exótico como un colombiano encontrarse con un coterráneo en Egipto o en Hawaii. Las hermanas Chung solo quieren ir a Taiwán pero de visita donde sus abuelos y familiares. No desean volver a ese estilo de vida tan acelerado de Tainán, la capital, donde vivían. “Allá es más moderno, hay más tecnología, pero aquí es más relajado, más tranquilo”, dice Ching Man.Además, ya están adaptadas a las dos únicas estaciones en Colombia, el calor o la lluvia, mientras que allá vivían las cuatro estaciones. Y siguen el mismo régimen alimenticio de las verduras y las legumbres, pero aún no se acostumbran a comer “pepas”, es decir, leguminosas como los fríjoles. “Allá sí comemos fríjol, pero dulce, como un postre, no es el plato principal de sal como acá”, dice Chung, algo que les causa risa a ambas. Y se ríen más al contar que el arroz chino allá es blanco, pero los colombianos, hoy sus compatriotas, creen que sino es oscuro no es arroz chino. “Entonces aquí le echan bastante salsa de soya, porque sino, los restaurantes no lo venderían”, dice Ching Hung.Pero están felices. Ya tramitaron su cédula pese a que solo en octubre pasado las llamaron de inmigración para hacerles la visita de rigor. Llegaron hasta esa casona antigua de dos plantas en el centro de Palmira, donde viven y sus padres venden artesanías chinas. Es un requisito para verificar “el estado en que uno vive y si está de acuerdo con lo que uno está solicitando”, dice Ching Man.Y sí parece corresponder. Ahora las hermanas Hung ya tienen la nacionalidad colombiana, un pasaporte para hacer empresa. “Queremos montar nuestra propia escuela de traducción del mandarín- español- mandarín”, dicen estas jóvenes que hace trece años emprendieron una aventura a un mundo desconocido, pero que hoy les resulta tan familiar y se sienten tan colombianas como lo son hoy.

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