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En el Valle el campo no solo es abono para la guerra

Álvaro Torres Apráez es la representación de esas historias invisibles, que en el campo brotan en forma de felicidad. Este 23 de septiembre se celebra una nueva versión de la Cena Vallenpaz, que busca apoyo para las sonrisas inadvertidas.

5 de septiembre de 2014 Por: Redacción de El País

Álvaro Torres Apráez es la representación de esas historias invisibles, que en el campo brotan en forma de felicidad. Este 23 de septiembre se celebra una nueva versión de la Cena Vallenpaz, que busca apoyo para las sonrisas inadvertidas.

En el 2001, dice Álvaro Torres Apráez, de 52 años y botas de caucho, sembró 28.000 matas de ají en compañía de un amigo. Pero los engañaron y las semillas iban infectadas con un hongo de muerte descendente que les dejó moribundo el bolsillo: perdieron cinco millones de pesos. Detrás, en algún lugar a las espaldas de donde se sienta a contar el episodio, hubo antes un rastrojo que ahora solo se ve espinoso en la memoria de ese hombre. En La Patianita, como se llama la finca que germinó del pastizal enmontando, hoy crecen 300 árboles de mandarina, 45 de mango, 30 de limón Tahití y 8 de la variedad Perico. También 16 árboles de aguacate, un surco de uva chilena, una huerta que da zanahoria, cebolla larga, remolacha y acelga, un invernadero con 800 matas de maíz amarillo, palos de guayaba, maracuyá, matas de plátano, gallinas que aseguran el desayuno de la familia y una vaca lechera Jersey, paliducha y de nombre Lola, que anda por estos días preñada.Tiempo después, con el mismo amigo, sembraron tabaco y en la primera cosecha les fue muy bien, dice Álvaro con un intento de sonrisa que le alarga el bigote negro y bien cuidado que lleva junto a un corte de pelo a ras de hace semanas. Ganaron tres millones de pesos que volvieron a invertir para sacar una carga de tres toneladas; pero el día que estaban secando las hojas, cayó un vendaval que hizo humo todo el esfuerzo.A pesar del verano de esta época, todo el pasto que se extiende sobre La Patianita es tan verde y sedoso como el de los campos de fútbol que en los videojuegos simula la Play Station. Bajo el amarillo fastidioso del sol de las diez y media de la mañana, una cauchuda pelota desinflada resalta por ahí como un tomate rojo en un plato de espinacas. En El Avispal, vereda de Quinamayó (corregimiento de Jamundí) distante a hora y media de Cali, los niños todavía se entretienen jugando en la hierba y el nieto mayor de Álvaro pinta para futbolista: “A veces se pone patear balones contra el cerco y los pincha”. Hay días en que sus cinco nietos coinciden correteando por ese prado vigilado por Toby, Apache y Monchi, perros de coraje callejero que avisan la cercanía de los intrusos. Entonces, es posible que en esos momentos algo sea más audible que el viento zarandeando el olor de los mandarinos. El Avispal, hoy día, casi es tan tranquilo como para que el nombre del pueblo sea una contradicción zumbante.En el 2005, cuando la Corporación Vallenpaz acercó un plan de capacitación a la zona rural de Jamundí, Álvaro aprendió a cosechar tomate. A través de un fondo rotatorio pidió un préstamo de un millón de pesos y cultivó 2.500 matas que pronto empezaron a germinar tan de buena manera que también muy pronto alguien se quiso aprovechar. De no haber sido por los técnicos de Vallenpaz y los trabajadores sociales y agrónomos que acompañan todo el proceso de asesoría, sobre La Patianita habría caído otra plaga: “Me iban a dar 250 pesos por kilo”, dice el hombre frotándose la mano por la cabeza como si peinara el recuerdo. “Menos mal aparecieron los técnicos y me asesoraron para cumplir con los requisitos de los supermercados. La primera vez que me dijeron que me iban a dar 1.600 pesos por kilo, me dieron ganas de llorar. Yo le decía a Estefana (su mujer): ¡pellízqueme, pellízqueme, a ver si es cierto!” El aprovechado que se llevó los primeros veinte kilos, nunca los pagó.Jimena, Ana Lucía y Andrea, las tres hijas de Álvaro, trabajan en el pueblo. Andrea, que hizo un secretariado técnico y está haciendo un curso de sistemas en Cali, tiene en compañía de Ana Lucía (auxiliar de enfermería) una panadería. Jimena es secretaria ejecutiva y su papá dice que aunque habla inglés, no pudo conseguir nada acorde, por lo que trabaja en una empresa de chance en Popayán; pero todas, según lo que cuenta el padre, son más o menos felices. Los domingos, casi sin falta, las hijas y los nietos pasan por La Patianita para, todos juntos, armar paseo en un tractor ensamblado en los años 70 que el último día de la semana funciona únicamente para abonar la felicidad de la familia a la orilla del río.Álvaro nació en El Palmar, un corregimiento perdido en el mapa del norte nariñense que a los 5 años dejó para irse a El Patía (Cauca), donde su papá consiguió trabajo como mayordomo en una finca. Allá entró a la escuela que le duró hasta tercero de primaria, cuando otra vez tuvieron que irse detrás de un empleo esta vez a dos horas de la carretera Panamericana, lejos de colegios y cualquier otra cosa más bella que vacas y montañas. Hasta los 17, el niño trabajó pues en fincas ganaderas hasta que ya no hubo donde más y empezaron a dar tumbos de nuevo. Así llegaron hasta El Putumayo, donde vieron cosas y tuvieron trabajos que no vale la pena contar en esta historia, pero que hablan de los mismos dramas repetidos en millones de campesinos colombianos que terminan siendo fertilizante de una guerra ajena que crece en la tierra que solo a ellos les pertenece.En medio de una y otra cosa, Álvaro pudo hacer un curso en el Sena de Operación y Mantenimiento de Maquinaria Agrícola que, en parte, lo rescató del camino que parecía tener la fatalidad como único rumbo. En el 2000 más o menos, un buen hombre que alguna vez conoció en otro recodo del camino, le dijo que en Quinamayó tenía una terreno que necesitaba de su persistencia. Así que después de sortear otras muchos sufrimientos que tampoco cabe contarlos aquí, fue como el rastrojo se convirtió en una finca y La Patianita en el nombre que todos los días le recuerda a Álvaro el comienzo feliz de su vida campesina. En Quinamayó, ahora él es ahora el líder de una asociación de agricultores devotos de la fe que en forma de tomates y otras cien cosas, brota de la tierra y termina en los supermercados.La Corporación Vallenpaz nació sin ánimo de lucro más o menos en el mismo año que Álvaro llegó a Jamundí y durante este tiempo ha canalizado un poco más de 30 millones de dólares en programas de desarrollo agrícola que han beneficiando a doce mil familias campesinas de 27 municipios del Valle del Cauca, Cauca y Nariño.La intención, explica su director ejecutivo, Luis Alberto Villegas, no es otra que ayudar a devolverles la dignidad que por tantos motivos los campesinos van perdiendo en medio del conflicto que los empuja a las ciudades. Por esa razón el trabajo de Vallenpaz es un acompañamiento que tiene entre sus objetivos el crecimiento de una red de apoyo entre los agricultores, de modo que uno jalone al otro. “No nos interesa el tipo que más produzca, sino el estado de la comunidad”.Hace unos años, cuenta Luis Alberto, allí en La Patianita estuvo el exministro de Economía Juan Carlos Echeverry, que al saber que Álvaro había podido asumir una deuda para comprar el terreno, dijo una frase que todavía es recordada por esos lados: “Triplicó su PIB en 5 años. Si eso ocurriera en 1.000.000 familias campesinas, la economía del país cambiaría”. El próximo 23 de septiembre, en el Hotel Intercontinental de Cali, se celebrará la ya tradicional Cena Vallenpaz, que todos los años se programa para seguir buscando respaldo al trabajo realizado en los últimos 14 años.Álvaro ha sido diagnosticado de artrosis en cuatro vértebras, sufre una alergia respiratoria y tiene una rodilla adolorida desde hace varios años, luego de que un remolque le cayera encima. Su bigote, sin embargo, se alarga en una sonrisa mientras lo cuenta. Por estos días el hombre anda visitando bancos cada que puede. Está buscando un crédito para comprase un camionsito y poder sacar directamente su producción y la de los vecinos, al supermercado. Pero todavía no ha aparecido un banco que confíe en sus manos. Álvaro tiene dos hermanos en Cali y una vez se quedó a dormir donde uno de ellos, pero no le gustó. “La ciudad me da dolor de cabeza”. El viento mueve los árboles y el olor de los mandarinos se escucha al fondo.

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