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Licor y costumbres

"Al contrabando de licores hay que perseguirlo. Pero también es necesario acabar con el Estado cantinero del Siglo XIX que vive de la renta del licor, para tener un Estado pendiente de la salud de los colombianos y capaz de inculcarles una cultura sana, como corresponde al Siglo XXI".

25 de septiembre de 2011 Por:

"Al contrabando de licores hay que perseguirlo. Pero también es necesario acabar con el Estado cantinero del Siglo XIX que vive de la renta del licor, para tener un Estado pendiente de la salud de los colombianos y capaz de inculcarles una cultura sana, como corresponde al Siglo XXI".

Cuatro muertos y decenas de lesionados en Palmira y el centro del Valle, algunos con problemas tan graves como la pérdida de la visión o daños cerebrales irreversibles, es el saldo que la pasada semana dejó el consumo de licor adulterado. Y aunque pueda ser fácil adjudicarle la culpa al Estado por no perseguir la mortal industria paralela, es necesario llegar al fondo del problema social y cultural que se esconde detrás de él.Desde la perspectiva penal, lo que ocurrió en Palmira dio para descubrir una trama de falsificadores con ramificaciones en otros municipios del centro del Valle. Al parecer, son verdaderas organizaciones montadas para lucrarse de la venta de aguardiente y licores que son producidos por la Industria Licorera del Departamento. Con ello se desfalca además el impuesto que recibe el Valle, en proporciones aún imposibles de calcular. Y la consecuencia es el daño irreparable que se ocasiona a sus consumidores, quienes por unos pesos de menos arriesgan su salud. Pero el fenómeno tiene otras implicaciones cuando la Asociación Colombiana de la Industria de Licores afirma que una de cada cuatro botellas de licor que se venden en Colombia es adulterada. Allí se descubre el tamaño del negocio mortal que es empujado por la corrupción que hay en el manejo de los licores. Pero también emerge la irresponsabilidad del Estado al basar los ingresos departamentales en la venta de alcohol sin asumir la obligación de educar a la juventud en los peligros que acarrea su consumo, o en establecer los controles que se requieran para evitar su expendio indiscriminado. Entonces lo que hay es una verdadera epidemia. Y no puede decirse que es causada por el alto costo del aguardiente, porque sería como elevarlo a la categoría de un bien de primera necesidad, a la par con los alimentos. Antes que eso está la propensión a consumir licor para toda ocasión, sin reparar en el límite pero buscando las economías del caso. Una costumbre perversa que además de producir los muertos de Palmira, está detrás de la violencia callejera y la intolerancia que deja decenas de muertos en las calles de Cali y de toda Colombia. En ese orden de ideas, el país tiene que cuestionarse si ya no es tiempo de acabar con la tolerancia al consumo de alcohol. Basta mirar las estadísticas que revela la Policía sobre riñas y confrontaciones que dejan miles de muertos y heridos. O las de los sistemas de salud, que muestran el impacto en la juventud que se desperdicia a causa de costumbres sociales dañinas. Es difícil de entender que las penas, los éxitos, las reuniones sociales o cualquier actividad social en Colombia sea motivo para tomar trago. Y que sea más fácil conseguir licor que comida. Sin duda, al contrabando de licores hay que perseguirlo. Pero también es necesario acabar con el Estado cantinero del Siglo XIX que vive de la renta del licor, para tener un Estado pendiente de la salud de los colombianos y capaz de inculcarles una cultura sana, como corresponde al Siglo XXI. Es la forma de romper con el atraso, cuyas secuelas se viven a diario en los dramas que viven las víctimas del licor adulterado.

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