El valor de la vida
Algo muy grave debe existir en el imaginario colectivo de nuestra ciudad para que las celebraciones se transformen en dolorosas escenas donde la irracionalidad y la muerte pasan por encima del respeto por la vida y la alegría.
El intento por controlar mediante la ley seca los hechos de violencia en el fin de semana pasado son dignos de reconocimiento. Sin embargo, las cifras de muertes y heridos dan a entender que el problema va mucho más allá del consumo de alcohol.
No es nuevo afirmar que la sociedad de Cali es producto de invasiones, de personas y familias que llegan aquí buscando protección o huyendo de la violencia y la falta de oportunidades. Es una sociedad sin duda pujante cuyos integrantes en su gran mayoría no se conocen y traen encima una historia triste, una tragedia o una frustración.
El resultado es la infortunada cifra de homicidios que salta con frecuencia, en gran parte producida por la presencia del narcotráfico y la delincuencia común. Pero también de la intolerancia o el desafuero, con una constancia que alarma porque da a entender que existe un desprecio por la vida o que por lo menos no se valora como el bien supremo que debe ser respetado como principio básico que es de cualquier comunidad.
A ese tipo de comportamientos debe sumarse la recurrencia al consumo de alcohol y las drogas ilícitas bajo el supuesto de que estimulan la celebración y la vida social. Y en muchos casos, lo que sucede es todo lo contrario: es la tragedia que nace de motivos menores, los cuales llegan a ser cuestión de honor que se resuelve con violencia.
Nadie gana en esos conflictos absurdos pero todos pierden, empezando por quienes están involucrados en ellos y terminando por la ciudad que habitan, estigmatizada por las cifras de muerte y dolor que se producen en sus calles. Lo cual obliga a las autoridades a tomar medidas que si bien no resuelven el problema, ayudan en algo a evitar la tragedia.
El asunto no es entonces usar la estadística de muertes para definir el fracaso o el éxito de las medidas oficiales que se toman con buena intención. Y la responsabilidad no puede ser adjudicada de manera exclusiva a las autoridades que sin duda hacen lo que está a su alcance para contener el drama de los asesinatos y la violencia en las calles de la que se supone es la capital de la alegría.
También es claro que cualquier número de policías, de sitios de reclusión o de medidas como la ley seca se quedarán siempre cortos ante la falta de una conciencia ciudadana basada en el respeto por los demás y la tolerancia. Aunque esa conciencia puede ser el valor más importante de la diversidad de razas, de culturas y de expresiones que habitan en nuestra ciudad, a veces no parece ser parte esencial de la caleñidad amable y acogedora que nos es característica.
Algo muy grave debe existir en el imaginario colectivo de nuestra ciudad para que las celebraciones se transformen en dolorosas escenas donde la irracionalidad y la muerte pasan por encima del respeto por la vida y la alegría. Es eso lo que requiere de una profunda intervención para grabar en la cabeza de los habitantes de Cali que siempre será mejor la vida y la convivencia que la desgracia irreparable producida por la intolerancia y el abuso de las libertades.