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Contra la biopiratería

"Nada justificaría que el país perdiera la posibilidad de generar ingresos, desarrollar tecnología y ampliar el conocimiento científico a partir de los tesoros que tiene en su naturaleza. Y que sean otros los que se lucren de una riqueza que le pertenece y que debería defenderse del uso sin control y del abuso de muchos".

31 de enero de 2015 Por:

"Nada justificaría que el país perdiera la posibilidad de generar ingresos, desarrollar tecnología y ampliar el conocimiento científico a partir de los tesoros que tiene en su naturaleza. Y que sean otros los que se lucren de una riqueza que le pertenece y que debería defenderse del uso sin control y del abuso de muchos".

Las naciones ricas en biodiversidad, como Colombia, han sido fuente inagotable de recursos genéticos para industrias como la farmacéutica o la agrícola. Sin embargo, y a pesar de ser las dueñas de esos tesoros naturales, no tienen retribución alguna, los beneficios que reciben son mínimos y no existen garantías para asegurar la sostenibilidad y la preservación de esas riquezas.De ahí la importancia que tiene el Protocolo de Nagoya, vigente desde finales del año anterior y que es una realidad luego de 20 años de esfuerzos por convencer a mundo para que lo aceptara. Se trata de un acuerdo global que busca proteger a los países del delito de la biopiratería, que se reconozcan los derechos de los Estados sobre los recursos genéticos de sus especies autóctonas y se aseguren la conservación y su utilización racional.No es el uso que se pueda hacer de las propiedades especiales que tienen la flora o la fauna de un país, o si se deben imponer limitaciones, lo que entró en discusión con el Protocolo, listo desde el 2010, firmado por 90 naciones y que apenas consiguió en el 2014 la ratificación de 50 ellas, condición requerida para entrar en vigencia. Su intención es que la explotación y comercialización de esos recursos naturales no beneficie exclusivamente a la industria.Ello implica que un porcentaje importante de las utilidades económicas se traslade a los países proveedores, para que sean reinvertidas en programas de conservación y recuperación de su biodiversidad, así como en proyectos para mejorar la calidad de vida y brindar oportunidades de progreso a las comunidades de los lugares de donde se extraen esos recursos naturales. Las ventajas deberían ir más allá de lograr una favorecimiento económico y, como se plantea en el Protocolo de Nagoya, deben servir para impulsar el desarrollo biotecnológico in situ.Las bondades de este acuerdo mundial como herramienta contra la biopiratería son múltiples. El cuidado está en que cada Estado debe contar con la legislación pertinente para que los propósitos se hagan efectivos y sean aplicables, así como para garantizar que los recursos y utilidades se reinviertan en prioridades como asegurar la sostenibilidad de la riqueza natural y el bienestar de las comunidades.Para Colombia la tarea es aún más larga e incierta. Si bien fue el primer país en firmar el Protocolo de Nagoya en el año 2010, el trámite de su ratificación en el Congreso de la República duerme el sueño de los justos, sin que se haya siquiera discutido o sacado del anaquel en que se encuentra archivado. Nada que se justifique en una de las naciones más ricas en biodiversidad, donde son concretos los casos en que se ha permitido la explotación de recursos biogenéticos sin recibir ningún beneficio a cambio.Nada justificaría que el país perdiera la posibilidad de generar ingresos, desarrollar tecnología y ampliar el conocimiento científico a partir de los tesoros que tiene en su naturaleza. Y que sean otros los que se lucren de una riqueza que le pertenece y que debería defenderse del uso sin control y del abuso de muchos.

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