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Cambio en el CNE

Por eso hay que reformar el CNE, exigir independencia y pensar en la Nación antes que en los partidos. Así se defiende la transparencia y la credibilidad de la democracia.

30 de agosto de 2018 Por: Editorial .

A voto limpio y luego de los acostumbrados acuerdos y pujas entre aspirantes y partidos, el pasado miércoles fueron elegidos los nuevos magistrados del Consejo Nacional Electoral (CNE), institución que se supone es el máximo organismo del Estado en materia electoral y política. Pero, ante los hechos recientes, así como muchos anteriores que ponen en duda su imparcialidad, debe preguntarse ¿para qué sirve esa entidad?

Basta empezar por la forma en que se eligen esos magistrados para darse cuenta de dónde nacen las críticas y las dudas. Ante la importancia que tiene esa institución para proteger y garantizar la transparencia de la democracia, la hoja de vida de estos funcionarios debería ser la razón principal para su designación. Sin embargo, y como sucede cada cuatro años, lo que se confirmó esta semana fue que primó el carácter partidista de los aspirantes, y la disputa o las alianzas de los partidos para mantener sus cuotas de poder en una entidad llamada a ser juez de la política colombiana.

Un vistazo de algunos de los asuntos que ha tenido a su cargo en los últimos años puede dar idea de la razón por la cual existen tantas preocupaciones. Está la elección y reelección del presidente Juan Manuel Santos, los vínculos del escándalo de Odebrecht con un amplio espectro de la clase política, las continuas y frecuentes denuncias de corrupción en las elecciones que obligan a tomar decisiones sobre las curules afectadas por doble militancia o por compra de votos.

En muchos de esos casos la respuesta ha sido la prescripción de los procesos que el CNE inició, cuando no es la abstención para tomar decisiones alegando incompetencia o falta de pruebas. Con ello, quienes así han actuado haciendo valer las mayorías, han dejado un olor a dependencia de sus partidos y de sus jefes, lo que le ha hecho un gran daño a la credibilidad del Consejo al cual pertenecen.

El último caso es demostrativo: el señor Gustavo Petro nunca constituyó un partido, ni pidió su inscripción como tal, además permitió que sus aliados usaran otros partidos para elegirse en el Congreso. Es decir, su candidatura fue el resultado de una coalición y no de un partido legal.

Total, obtuvo ocho millones de votos, seis de sus amigos fueron elegidos al Congreso, él se hizo acreedor a una curul como Senador y a otra en la Cámara de Representantes para su fórmula vicepresidencial.

Pero el senador y excandidato no podrá ejercer los derechos que creó la ley de la oposición, porque su partido no existe como tal, pues no cumplió los requisitos fijados por la Constitución y las leyes. Ahora resulta que de nuevo el señor Petro es víctima de la persecución contra sus derechos, aunque haya desconocido las normas sobre la materia, según la sentencia del Consejo Nacional Electoral.

Y el CNE es blanco de las críticas y sus fallos puestos en duda, arriesgando a ser objeto de las consabidas demandas del señor Petro ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. Esa es la consecuencia de la atmósfera que rodea a ese organismo y su origen partidista. Por eso hay que reformar el CNE, exigir independencia y pensar en la Nación antes que en los partidos. Así se defiende la transparencia y la credibilidad de la democracia.

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