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Pasiones y obligaciones

Lo que se sabe: en una causa abierta, un tribunal debe decidir quién dice la verdad sobre mutuas acusaciones de dos partes en torno a supuesta manipulación de testigos.

9 de agosto de 2020 Por: Víctor Diusabá Rojas

Lo que se sabe: en una causa abierta, un tribunal debe decidir quién dice la verdad sobre mutuas acusaciones de dos partes en torno a supuesta manipulación de testigos.

El tribunal (en este caso, la Corte Suprema) estudia, evalúa, sopesa. Y con base en el sistema penal que lo rige, toma una decisión, tras concluir que una de las partes está exenta de culpa.

Entonces, a partir de evidencias, dicta medida de aseguramiento contra quien parece ser el principal responsable del asunto y su abogado. Todo después de que al menos un delincuente en prisión los dejara mal parados con su confesión.

Ahora quedan dos posibilidades. Una, que los dos señores, en casa por cárcel, logren demostrar su inocencia. Si, por el contrario, el tribunal encuentra que incurrieron en las prácticas que se les señala, serán condenados y pagarán las penas correspondientes.

¿El colmo del simplismo? A lo mejor. Quizás si me hubiese leído las 1554 páginas que tiene la providencia tendría más elementos. Y haber escuchado al menos una mínima parte de las 27 mil horas de audios en poder del tribunal, mejor aún. En consecuencia, me atengo a lo que determine ese tribunal. Como me sucede, y no me entero, con miles y miles de casos que terminan en manos de la Justicia, ya sea la destinada a los altos mandatarios o exmandatarios, tal cual es el caso del ahora senador Álvaro Uribe Vélez; o en aquella, más ordinaria y menos expedita, que aplica para nosotros, los colombianos comunes y corrientes.

Lo demás es político. Aunque ojalá fuera debate político y no estas pasiones desatadas de las que surgen los peores instintos. Como el del idiota que pide una pistola para adelantar, a su manera, una discusión con un contradictor en una calle de Bogotá. O el encapuchado de sala de estar que llama a matar adversarios. O el que lanza la propuesta de echar a la calle a empleados que no piensen igual que el patrón (‘mamertos’, para que quede claro). Y la respuesta a eso de un senador de la oposición: hay que quebrar las empresas de los uribistas. O el nada sutil llamado a los reservistas a que se preparen para algo que no está muy claro, estimada congresista. Imbecilidades todas.

Aparte del pavoroso fetichismo que conspira contra la inteligencia.
Aquel mal tan viejo como el ser humano mismo. Porque un fetiche, antes que ser ese “objeto al que se atribuye la capacidad de traer buena suerte a quien lo usa o lo posee” es, según la primera acepción de su definición: “Figura o imagen que representa a un ser sobrenatural al que se atribuye el poder de gobernar una parte de las cosas o de las personas, y al que se adora y se rinde culto”. Sí, fetichismo trasnochado.

Por supuesto, cada uno tiene derecho a creer o no creer. Y expresarlo. Ni más faltaba. Lo que sí es un desacierto descomunal es que Iván Duque, presidente de la República salga a decir: “Soy y seré siempre un creyente en la inocencia y honorabilidad de quien con su ejemplo se ha ganado un lugar en la historia de Colombia”. Claro que lo puede creer -y, de hecho, lo debe creer-, pero no puede salir a decirlo en un discurso a la Nación sin cometer una afrenta contra la independencia de poderes y causar un daño terrible a la institucionalidad.

Eso asombra, pero más lo es que mientras doce mil y pico de familias de colombianos lloran en silencio a los suyos por culpa de la pandemia, millones de hombres y mujeres andan sumidos en la quiebra y el desempleo, y regiones enteras permanecen en manos de grupos criminales, nosotros nos metemos de cabeza en un pleito sobre el que la Justicia ya dirá la última palabra, cuando las obligaciones son otras. Paren esto, aún hay tiempo.

Sobrero: Gabriel Ochoa Uribe, genio y maestro; ayer, hoy, mañana y siempre. Descanse en paz.

Sigue en Twitter @VictorDiusabaR

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