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La historia de Caballero

Si la historia, digo yo, la escriben los vencedores, qué mejor que también la escriban a su manera aquellos que, a buena hora, se han negado a ser derrotados.

10 de junio de 2018 Por: Víctor Diusabá Rojas

“El Libertador entra en triunfo al día siguiente en Bogotá, de donde había huido el virrey Sámano con tanta precipitación que olvidó sobre su escritorio una bolsa con medio millón de pesos. Fiestas. Corridas de toros. Bailes. Son jóvenes: en Boyacá, el Libertador tiene treinta y seis años; el general Santander acaba de cumplir veintiséis. Anzoátegui. Soublette, los británicos...Una de las severas críticas que le haría Karl Marx a Simón Bolívar se refiere a su inmoderada inclinación por los festejos de victoria”.

Es Antonio Caballero. Es su sello. Somos de la época de Antonio, a quien quizás le cabe un capítulo dentro de su libro ‘Historia de Colombia y sus oligarquías’ (Ministerio de Cultura, Crítica y Biblioteca Nacional de Colombia). Y no porque Antonio sea un oligarca -o “un guerrillero del Chicó”, como lo han querido ver sus (no pocos) enemigos- sino porque él, Antonio, ha sido el hombre que mejor ha dibujado (además, a lápiz) las oligarquías de esta tierra.

Pero no es el propósito de esta columna entrar a analizar el libro de Antonio Caballero que es, ante todo, un feliz sesgo de nuestro devenir. Si la historia, digo yo, la escriben los vencedores, qué mejor que también la escriban a su manera aquellos que, a buena hora, se han negado a ser derrotados.

Y eso es Antonio, un hombre con el que no han podido muchos. No pudieron, cuando ni siquiera había nacido o apenas estaba aprendiendo a leer, quienes persiguieron en los años del oscurantismo del siglo pasado a sus abuelos y padres (es Eduardo Caballero el mejor escritor de muchos, para mi gusto). Tampoco pudieron cuando Antonio batalló en el frente de ‘Alternativa’, aunque sí consiguieron que se fuera al exilio, donde volvieron a perder porque debieron claudicar en su la verdadera intención, la de callarlo para siempre, mientras tenían que comerse e indigestarse con sus columnas. Vino el regreso y Antonio sigue tan vigente como para decir lo que dice en Semana todas las semanas, y ahora en esta nueva historia de Colombia.

Si hay algo común en todo ello es su coherencia. Su franca, y clara, posición frente al tema del narcotráfico, a la que han hecho oídos sordos quienes han manejado este país. Y no porque Antonio sea necesariamente un visionario sino porque padece de esa extraña enfermedad que es el sentido común.

Como es Antonio irreverencia pura, aquella con la que desgarra los falsos ropajes de quienes se creen investidos de la estatura que les da, ya sea su carácter de oligarcas, o de poderosos pasajeros en trance de hacerse permanentes, o de oportunistas e iluminados.

Y es Antonio conocimiento, para no llamarle cultura. Aunque sí, Antonio es un hombre culto, capaz de encontrar en las más diversas etapas de la humanidad los elementos exactos para armar textos que convencen de que la literatura es arte y profundidad.

Para ser todo eso, y mucho más, no basta con tener una cabeza prodigiosa, como la tiene Antonio, esa misma de los buenos toreros. Se necesita, además, sensibilidad. La gran diferencia, por ejemplo, entre un sátrapa y un buen ciudadano es esa: la sensibilidad de éste y la aridez del otro. Antonio es sensible. Lo he visto dejar caer un par de lagrimones por una obra de esas que nos gustan a los dos en los ruedos. Y lo he visto soltar los mejores gracejos de su naturalidad, con ese repentismo que demuestra que solo el humor deja ver los auténticos alcances de la inteligencia.

Y sé también que a Antonio este tipo de homenajes (este no lo es) le saben mal. Así que paro aquí para decir que su ‘Historia de Colombia y sus oligarquías’ es un libro serio, aunque tenga caricaturas, como él lo advierte. No podría ser de otra manera, Antonio, porque este país, y sobre todo sus oligarquías, son una caricatura bastante seria.

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