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Bastenier

Me veo en la necesidad de hablar de Miguel Ángel Bastenier, no en la obligación. No lo digo a los lectores sino a él mismo, conociéndolo como lo conozco.

30 de abril de 2017 Por: Víctor Diusabá Rojas

Me veo en la necesidad de hablar de Miguel Ángel Bastenier, no en la obligación. No lo digo a los lectores sino a él mismo, conociéndolo como lo conozco. Contra toda evidencia, sigo pensando que aún está ahí, en su piso de Madrid o en el despacho de El País, metido más de alma que de narices en las páginas de un periódico o de un libro. O en esa otra infaltable mitad de su tiempo, la de escribir.

Pero esto no es más que una ilusión. Bastenier se ha ido y con él un trozo grande de este oficio, ese que ejerció durante tantos años hasta convertirse en lo que siempre quiso ser, nada más que un periodista. Una pasión sin límites. No hubo poder humano -ni sábados, domingos o festivos, menos longitudes y latitudes- que le impidiera disfrutar de lo único que sabía hacer, periodismo.

Y, sobre todo, con categoría. Que es la suma de muchas cosas: el fondo de sus temas, la cuidadosa forma de ellos mismos y el conocimiento profundo de todo aquello con lo que se metía. Más los antecedentes, esos que cultivaba en su inmensa biblioteca en la que no había ejemplar indemne a sus glosas, las de un hombre políticamente incorrecto y provocador por naturaleza.

Nada de aguas tibias fue Miguel Ángel Bastenier. Ni a la hora de dejar su sello en las notas que firmaba, ni cuando se dejaba ver como nadador de largo aliento en el mar frío de San Sebastián, por si faltase algún ejemplo de su coherencia.

Más su vigencia. Fue soldado de primera línea en los ahora lejanos tiempos de oro de los impresos, como terminó siéndolo en esta era digital, donde sentó cátedra en tomos de 140 caracteres. Un oasis en medio de tanta mierda.

Al lado del Maestro de muchos, también se va el hombre. Es a este al que voy a extrañar más. Al ciudadano del piso 6º B del número 119 de la Calle de Velázquez a quien si alguien va a extrañar -aparte de Pepa, su mujer- es Ramón, el portero y amigo.

Extrañaré al catalán de ascendencia belga, hincha silente de ‘los periquitos’ del Espanyol. Al seguidor perdido del Tour, del Giro y la de Vuelta a España, y al fanático de Nairo. Al tenista de sillón que no perdía punto en un Federer - Nadal, con la mala suerte de que le hacía fuerza a Rafa.

Al fumador que aceptaba todos los consejos. Menos uno, dejar el cigarrillo. Al enemigo público de anglicismos y galicismos. Al cinéfilo clásico de antaño que no pudo con ‘El Laberinto del Fauno’. Al comensal que jamás entendió los méritos para que el pollo alcanzará un lugar en los menús de los restaurantes.

Y al hombre de carácter que era sentimiento puro, aunque disimulaba lo segundo casi siempre bien. Con alguna excepción, como cuando me contó que el general Francisco Llano de la Encomienda, leal a La República tras el estallido de la guerra civil, había ido a parar al exilio en México. Allí, para ganarse la vida, terminó siendo cajero de banco. Un día cualquiera, la sucursal fue asaltada. Los ladrones pusieron manos en alto a todos quienes estaban allí. El viejo de la Encomienda se negó. “Un general de la República jamás se rinde”, respondió.

Entonces, Bastenier se echó a llorar.

Extrañaré a ese, y al irreverente. Más, al austero. Extrañaré a todo el Bastenier, a quien le casan, como a nadie, los sabios versos de Machado:

Y al cabo, nada os debo; debéisme cuanto he escrito.
A mi trabajo acudo, con mi dinero pago
el traje que me cubre y la mansión que habito,
el pan que me alimenta y el lecho en donde yago.
Y cuando llegue el día del último viaje,
y esté al partir la nave que nunca ha de tornar,
me encontraréis a bordo ligero de equipaje,
casi desnudo, como los hijos de la mar.

Sigue en Twitter @VictorDiusabaR

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