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Una tarde en el Sucre 384624

Ocioso que soy, me dio por constatar si era verdad que el...

13 de enero de 2015 Por: Mario Fernando Prado

Ocioso que soy, me dio por constatar si era verdad que el único cine porno que se proyecta en Cali era el del Teatro Sucre, así que cualquier día de estos me coloqué un mostacho a lo Fabio Rodríguez, una cachucha tipo Ubeimar, unos pantalones verde chatre que me prestó Diego Martínez y que me quedaron nadando y me dirigí en un carro de plaza a la Octava con Dieciocho.Eran las dos de la tarde y el calor estaba al rojo vivo. Desde el primer momento fui mirado como mosca en vaso de leche y creo que mi anatomía, precaria por cierto, fue escaneada por un grupo de gilipollas que se extrañaron al verme.Uno de ellos me abordó: “Tonces qué broder” fue su saludo el cual respondí con prosapia payanesa, “aquí, mi caro amigo con ganas de entrar a esta sala de cine”. “¿Y qué o qué, quiere compañía?”. La pregunta me dejó frío y empecé a sudar ídem. “No, ilustre caballero”, le contesté. “Es usted muy amable”, y acto seguido, me dirigí a la taquilla.No recuerdo cuanto pagué por la boleta para ese cine continuo porque me sentí acosado visualmente. Era indudable que la pinta escogida daba para retorcidas interpretaciones máxime cuando a cada rato debía subirme los pantalones de Diego en una actitud seguramente provocadora.Cabizbajo y casi entumido, ingresé al teatro donde proyectaban una cinta en la que una muchareja era accedida por unos jayanazos emitiendo unos berridos escalofriantes a tiempo que sus acamaladores rugían como reses camino al cadalso.Busqué entonces dónde ubicarme prefiriendo una silla de las de la mitad al comienzo del pasillo y sin nadie delante o atrás. Me acomodé y lejos de ver lo que sucedía en la pantalla, mirando sí de soslayo ciertas longitudes que ni en mi ya lejana juventud pude exhibir, me dediqué a observar a la gente que me rodeaba: Mucho hombre solo, mozalbetes que iban detrás de algo, pocas mujeres creo que curvilíneas en sus distantes mocedades, algunas parejas haciendo de las suyas y otras yuxtapuestas en inconfesables malabares, compitiéndole en jadeos a los protagonistas del filme.De golpe se me acercó a mansalva una de esas damas: “¿Por qué tan sólo, guapo?”, fue su saludo que me dejó perplejo. “Es que estoy esperando a una persona”. “¿Chico o chica?”, me increpó. “Una catana”, le confesé ante lo cual se alejó no sin antes ofrecerme sus servicios ejecutivos…No había más de 200 personas cuando acabó una de las películas, protagonizada por una tal Ginger, así que aproveché el intermedio para entablar conversación con el que yo creí era el administrador del teatro a quien le dije: “¿Mucho boleo?”. Semejante pregunta totalmente ingenua de mi parte, me valió tremenda vaciada: “Aquí nadie viene a bolearse nada. Este es un sitio respetable, señor Siriri”. Quedé atónito al sentirme descubierto y más aún cuando me di cuenta que el bigote se me había desprendido y me colgaba haciéndome ver más cretino aún.Perdón, le dije al delatador y salí despavorido, cuestionándome por lo imbécil que había sido al meterme a semejante lugar. Puse entonces pies en polvorosa y fui despedido en medio de una rechifla en la que se burlaron despiadadamente de este servidor poniendo además en tela de juicio mi probada virilidad.Tomé entonces el primer taxi que encontré, piloteado por una dama quien al reconocerme osó preguntarme: "¿Le quedó mal la chica o estaba en búsqueda de otra cosa?”. Nada le contesté y le pedí que me dejara en el lavadero donde estaban polichando mi pichirilo. Al otro día me fui a ver la película infantil ‘Grandes héroes’ con mis nietos, jurando no volver a un cine porno ni aquí ni en Cafarnaún.

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