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Visitar Nariño

Acabo de pasar unos días en Nariño, concretamente en Pasto y la laguna de La Cocha, con extensión hasta el valle de Sibundoy, en el Putumayo.

5 de noviembre de 2019 Por: Santiago Gamboa

Acabo de pasar unos días en Nariño, concretamente en Pasto y la laguna de La Cocha, con extensión hasta el valle de Sibundoy, en el Putumayo. Y la impresión que tengo es aún difícil de transmitir: montañas y llanuras muy verdes, de ese verde que es “de todos los colores”, tal como lo definió Aurelio Arturo en su genial Morada al sur. La naturaleza es imponente y el aire más diáfano. La Cocha, desde la carretera, es una visión cuasi mística, con el cielo reflejado en esas aguas frías y limpias, en lo alto de la cordillera. Algo sublime.

Y las montañas. Nunca me cansé de mirarlas. Siempre le digo a los extranjeros que en Colombia no tenemos catedrales góticas ni castillos medievales, pero tenemos montañas. En ellas está contenida toda la imaginación y el camino que lleva la mirada hacia arriba. Mirar montañas es mirar el infinito que nos sobrevuela y observa, y hacerse preguntas.

Pasto es una ciudad pequeña, alegre, limpia. Su Museo del Oro no es muy grande pero muestra con gran estética el patrimonio de la cultura Nariño, Tumaco La Tolita y Quillacinga. Un mundo indígena que, sin duda, se continúa en el día de hoy. Caminando por sus calles y viendo a la gente, siempre amable y discreta, llegué a la conclusión de que Pasto y una gran parte de Nariño no pertenecen culturalmente a Colombia. No hay esa virulencia que caracteriza al resto del país, sino que son pausados, reflexivos. Diferentes.

En los mismos días en que asesinaban a líderes indígenas en el Cauca, no vi en Pasto ni una sola riña. No escuché ni medio madrazo en las calles. Los carros dejaban pasar sin pitar, sin dar acelerones. Vi incluso una protesta estudiantil el día del Halloween, pero todo muy tranquilo, con un orden y un respeto que ya se sueñan las demás ciudades del país. Se parecen mucho más al temperamento promedio ecuatoriano, claro. Y no sólo en los atuendos. Al fin y al cabo el ‘camino del Inca’ llega hasta Nariño y en algunas regiones se habla una modalidad del quechua que es la misma del Ecuador.

¿Será por eso, me pregunté después, que el acceso es tan difícil? Yendo por ese asombroso lomo de serpiente que es la carretera de Popayán a Pasto, llegué a la conclusión de que al resto del país, o al menos al país que decide y ordena el gasto, le importan poco esa región y los vecinos del Sur.

¿Cómo justificar que la vía que comunica con Ecuador sea un caminito tercermundista, como de los años 70, que parece estar ahí para que nadie vuelva? Intento imaginar el desconcierto de los ecuatorianos al dejar las estupendas vías de su país, cruzar la frontera en Rumichaca y adentrarse en estos senderitos miserables llenos de curvas, donde nunca hay una recta de más de trescientos metros para adelantar a esas monstruosas tractomulas que, por supuesto, apenas caben sobre el asfalto, o vías repletas de hundimientos y mini cráteres que evidencian -¿cómo podía ser de otro modo?- que se usó menos material del requerido para que tuviera el ancho de seguridad suficiente.

¿Qué pensarán nuestros vecinos? Lo obvio: que Colombia considera esa frontera una puerta trasera, casi una entrada de servicio. Porque llamar a esa peligrosa trocha ‘carretera Panamericana’ es realmente un chiste de mal gusto. Lo contrario de lo que se siente al pasar unos días en esa magnífica región por la cual, a pesar de todo, vale la pena arriesgarse.

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