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Nôtre Dame

Cada cual vivió su propio Nôtre Dame y así lo recordará, pienso, al verla arder de ese modo tan misterioso y trágico. Tan lleno de sospechas que al parecer son infundadas, pero que se refuerzan al leer, atónito, que a la...

16 de abril de 2019 Por: Santiago Gamboa

Cada cual vivió su propio Nôtre Dame y así lo recordará, pienso, al verla arder de ese modo tan misterioso y trágico. Tan lleno de sospechas que al parecer son infundadas, pero que se refuerzan al leer, atónito, que a la misma hora hubo otro incendio en la mezquita de Al Aqsa, en Jerusalén, que es una de las tres más importantes del islam. Ya veremos si alguien nos explica todo esto tan enigmático, pero mientras tanto las imágenes del cielo de París reflejando las llamas me hacen pensar en ese verso de César Vallejo: “Son las caídas hondas de los Cristos del alma”.

Mi experiencia de Nôtre Dame fue la de un agnóstico, un no creyente que vivió diez años en París y se acostumbró a su cercanía. La arquitectura nos permite convivir con el orden de otras épocas. Hay una psicología impresa y un sentido de la escala humana que ya no es la misma, claro, y por eso entrar a esos espacios es ir a un tiempo lejano y a otras metáforas; a una espiritualidad distinta y, en el caso de las catedrales, a la representación material de ideas que provocaban sumisión, éxtasis y, al mismo tiempo, salvación, porque dentro de ellas suele estar lo mejor que una sociedad tuvo: su pintura y su escultura, su música y su concepción del más allá, su poesía y su visión de la luz. Por eso una catedral cuida y protege a su gente. Del mismo modo que el templo budista, al ser fortificación para las guerras de los soldados y para las del alma, protege a sus monjes.

Pero hay otra dimensión. La de la obra que con su simple ‘estar ahí’ va impregnando las vidas. Jamás asistí a una misa en Nôtre Dame, pero la visité infinidad de veces y siempre sentí lo mismo: deseo de recogerme, de estar solo, necesidad de silencio. Y algo más: como si esos espacios de la luz y de la sombra supieran de mí y, de algún modo, me esperaran. Es la profunda espiritualidad que proporciona el arte y, a la vez, el sentido más hondo del humanismo. Porque todo eso que se quemó y lo que estuvo en peligro fue hecho por seres humanos como nosotros, persiguiendo ideas, cazando formas, creando lo que antes no existía y que les era tan necesario para continuar. Eran artistas. Es lo que hacían y siguen haciendo los artistas: hacer visible lo que antes nadie podía ver, ni imaginar, y que una vez visto es incorporado a la experiencia de todos, a eso que se llama cultura o civilización. Por eso lo que vieron quienes hicieron Nôtre Dame hoy sigue siendo válido.

Yo vivía en París cuando murió François Mitterrand, en 1996, y por supuesto su velación y honras fúnebres se hicieron en la catedral de Nôtre Dame. Vinieron todos los presidentes del mundo y fue lo que podríamos llamar un ‘funeral universal’. Recuerdo que el responso fue escrito y leído por su sucesor en la Presidencia, Jacques Chirac, que había sido enemigo político de Mitterrand durante cuarenta años. Yo iba escuchando las palabras de Chirac, haciendo el elogio de su enemigo, hasta que debí parquear de urgencia, al borde de un puente, conmovido hasta las lágrimas. Fue uno de los discursos más bellos y generosos que he escuchado en mi vida. Y fue leído ahí, en ese espacio atemporal que, por supuesto, resistió y revivirá, pero cuyo incendio es un golpe de campana que nos recuerda que, hasta lo más eterno, puede sucumbir, y que cualquier día, porque sí, podemos perder toda la belleza que queda en el mundo.

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