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Música y nostalgia

¡Qué nostalgia la música, y qué poder evocador! Disculpen el tono personal de esta columna pero es que llevo algunos días inmerso en mi adolescencia.

2 de septiembre de 2020 Por: Santiago Gamboa

¡Qué nostalgia la música, y qué poder evocador! Disculpen el tono personal de esta columna pero es que llevo algunos días inmerso en mi adolescencia, ni más ni menos, y precisamente gracias a la música, al recuerdo de los discos de vinilo que compraba en una tienda de Unicentro y que luego ponía y ponía hasta rayarlos en un tocadiscos Toshiba compacto que, por cierto, una tarde nos robaron.

Aparte de las baladas que martirizaron y machacaron mi adolescencia -aunque algunas son estupendas-, de los vallenatos que se fueron volviendo cada vez más parecidos a las baladas y de la música ‘disco’, que hizo furor, lo que mejor definió para mí esos años fue la Salsa, la Salsa clásica. Hablo en primera persona del plural porque en esa época, más que un individuo, uno es sobre todo un grupo. El mío era el grupo de mi barrio, el barrio de Bella Suiza en Bogotá. Ahí la salsa arrollaba y todos aprendimos no sólo a bailarla sino a seguir los pasos de los coros de las orquestas. Éramos un grupo de gente muy diversa, de diferentes colegios y edades, pero la música nos igualaba.

No había mejor regalo que una grabación de un concierto de la Fania, de Richie Ray y Bobby Cruz, de Celia Cruz o de El Gran Combo, de la Sonora Matancera o, ya soñando, de Benny Moré y El Septeto Nacional de Cuba.
Intentamos en vano aprender a tocar instrumentos, pero el talento para hacer música no corría por nuestras venas. Corría solo la música, para oírla y bailarla. Éramos un grupo de jóvenes de clase media en una ciudad lluviosa, y esa música nos caldeaba el alma. Latinoamericanos de montaña, lejos del Caribe y sus ritmos, intentando proyectar sus ansias de coherencia y de pureza sobre algo reconocible, aunque lejano.

Como es lógico nuestro cantante preferido era Héctor Lavoe. Fui a visitarlo a su tumba, en Ponce, llevándole el saludo de todos. No olvido un concierto suyo en Bogotá en el Coliseo Cubierto El Campín, en 1983, al que fui con algunos compañeros de la Javeriana. Recuerdo la emoción cuando al fin, como a la una de la mañana, salió al escenario y arrancó con Mi Gente, qué felicidad. A Celia también la vi muchas veces, lo mismo que a Rubén Blades, cuyos discos compraba a medida que iban saliendo, con canciones que todavía hoy me sé de memoria. Bailábamos en La Teja Corrida con el grupo de César Mora, en el viejo Goce Pagano de la Caracas con 72, que ya cerró, pero también en el del centro y en otro que por unos años abrió sobre la Quinta, detrás de la Plaza de Toros.

En mi último viaje a Caracas un grupo de amigos me llevó a un bar de salsa extraordinario, el Juan Sebastián Bar, y además de evocar esos años recordé que una de las cosas que compartimos con Venezuela es precisamente ese amor por la salsa clásica. Al igual que yo, los escritores de allá se sabían todas las canciones y los embargaba una estruendosa alegría cuando sonaban. Uno de ellos dijo una frase memorable: “Con Oh, qué será, Willie Colón logró algo que ni siquiera Carmen Balcells pudo hacer: vincular a Brasil con el Caribe”, y me enseñó que el discurso inicial de esa canción (“Yo creo en muchas cosas que no he visto…”) es de Clarice Lispector, cosa que ignoraba a pesar de sabérmela de memoria. En fin, la nostalgia de una época y de su música, que por fortuna de vez en cuando regresa con los grandes nombres de hoy, sobre todo con Yuri Buenaventura.

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