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Haciendo memoria, llevo aproximadamente 40 años oyendo ciclismo, desde que era estudiante de bachillerato. Recuerdo esas mañanas heladas en Suba, que en esos años era un pueblo a las afueras de Bogotá...

30 de julio de 2019 Por: Santiago Gamboa

Haciendo memoria, llevo aproximadamente 40 años oyendo ciclismo, desde que era estudiante de bachillerato. Recuerdo esas mañanas heladas en Suba, que en esos años era un pueblo a las afueras de Bogotá y hoy un barrio de extrarradio. Un compañero, en una aburrida e infinita clase de matemáticas, a mi lado, respiraba plácidamente y parecía estar pasándoselo bomba. ¿Qué hacía? Al mirarlo fíjamente descubrí que un muy disimulado cable se hundía en su oreja, antes de esconderse en los pliegues del cuello de su camisa. Un audífono. Le hice señas, ¿está oyendo música? No, me dijo. Ciclismo. ¿Ciclismo? Me lo pasó y escuché por primera vez la voz de Julio Arrastía Bricca, ese comentarista argentino al que le decían La Biblia, y en pocos segundos quedé enganchado para siempre.

Por esos años el ciclismo colombiano era modesto y una victoria de etapa o la camiseta de la montaña eran los premios por los que se iba al Tour de Francia. Quedar en el podio era impensable, pues la estrategia del equipo Café de Colombia-Pilas Varta era no disputar las etapas planas y concentrarse exclusivamente en la montaña. De ahí el curioso nombre de ‘escarabajos’ a nuestros ciclistas, tal vez por el hecho de trepar por las paredes. Al descubrir el ciclismo las mañanas tuvieron un nuevo aliciente: al abrir el ojo a las seis y media me abalanzaba sobre mi radio de pilas, y así me iba luego en el bus, con el audífono puesto. Y como las carreras son largas todavía alcanzaba para las primeras horas de clase y sus respectivos recreos, mientras que los demás se iban a esos campos de fútbol en los que, a esas horas, las hebras de pasto estaban aún congeladas.

Si en esos años alguien nos hubiera dicho que, en el futuro, un colombiano ganaría el Tour de Francia, nos habría dado risa nerviosa. Eso era para los corredores europeos, que eran más completos. En nuestras cabecitas de estudiantes ochenteros, claro, aún se imponía esa suerte de tercermundismo psicológico, impuesto por la educación y la lectura cotidiana de la realidad, según el cual lo europeo o norteamericano, fuera lo que fuese, era siempre mejor, muy superior a lo nuestro. Eran los años en que la frase “estudió en el exterior”, aún sin precisar dónde, concitaba admiración, pues se daba por hecho que cualquier ‘exterior’ debía por fuerza ser mejor de lo que teníamos en el malhadado y triste país.

Los años pasaron y el ciclismo colombiano progresó, obteniendo títulos antes inalcanzables. Que Nairo haya ganado una Vuelta a España y un Giro de Italia fue importante, pero su enorme prestigio provino de haber sido dos veces segundo en el Tour de Francia. ¡El número dos de la mejor carrera del mundo! Cuento todo esto para que, quienes son legos en la materia, comprendan el increíble y colosal triunfo de Egan Bernal, que si no me equivoco ha corrido el Tour solo tres veces. Y no solo fue el hecho inverosímil de llegar primero, sino el modo tan fácil en que ganó, atacando en el punto justo, con valentía, y dando unas pedaladas que francamente hacen creer -ya no soñar- que esta victoria no será un hecho aislado, sino que tendremos campeón del Tour para rato. Jamás pensé que me alcanzaría la vida para ver algo tan conmovedor y épico como esas dos etapas, la del Galibier y la del Isère. Como decía don Julio Arrastía Bricca: ¡Arriba los corazones!

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