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Libros recuperados

Los viajes sirven a veces para eso: para recuperar algún autor que uno dio ya por conocido y concluido, pero de pronto surge algo nuevo y todo se reabre.

12 de febrero de 2020 Por: Santiago Gamboa

Los viajes sirven a veces para eso: para recuperar algún autor que uno dio ya por conocido y concluido, pero de pronto surge algo nuevo y todo se reabre. Me acaba de pasar en Madrid, en una librería de viejo maravillosa, en la plaza del Dos de Mayo, barrio Malasaña. Es un lugar pequeño, su cartel dice simplemente Libros.

Hace ya varios viajes que intentaba entrar y siempre estaba cerrada. Mala suerte. Pero esta vez fui y, milagro, justo abría en ese momento. Qué alegría. Estuve al menos dos horas y compré dos bolsas llenas, 47 euros de libros de segunda mano. Dos ediciones de la vieja Edhasa de los años 80: La isla, de Huxley, y Pequeñas alegrías, de Hermann Hesse; dos de poesía, uno de Luis García Montero y otro de Manuel Vilas; una edición vieja de Plegarias atendidas, de Capote, en Anagrama; y en mi adorada editorial Alianza Tres encontré Un viaje a la India, de Forster, en perfecto estado, y una edición de El Rey de La Habana, del cubano Pedro Juan Gutiérrez, que apenas había sido abierta.

Podría haber comprado muchos más, pero mi maleta era pequeña y siempre prefiero dejar para futuras visitas. No hay que agotar lo que es bueno. Ahora sé que esa librería de la esquina más fría de la plaza, al lado de un bar llamado El Mordisco, será uno de mis sitios obligados de peregrinación madrileña.

Luego, ojeando mis tesoros y viendo cuál convenía más para leer en el avión de regreso, quedé atrapado por la primera página de El Rey de La Habana. Me suele pasar con Pedro Juan Gutiérrez, autor extraordinario y sobre todo cronista de la pobreza y el ímpetu por la supervivencia en la Cuba del ‘periodo especial’. Tal vez su libro más famoso sea Trilogía sucia de La Habana, con la que entró cual huracán en la narrativa, y luego, animado por el éxito, concibió un proyecto más grande que llamó ‘Ciclo Centro Habana’, dedicado a la década más dura y difícil de la vida en esa ciudad.

La novela que compré es parte de esto, junto con otras que ya había leído, como El nido de la serpiente o Animal tropical. Dios santo, qué fuerza. Un jovencito llamado Reynaldo (alias Rey) que vive con su madre y su hermano en una azotea derruida del centro, queda huérfano y sin familia en un golpe de mala suerte, mientras espía a una vecina jinetera que se bañaba en la terraza del lado, y a partir de ahí debe vérselas para sobrevivir en la miseria más atroz.

“No recuerdo haber comido nunca carne”, dice, y se oye a lo lejos el paso del pícaro, el de la picaresca española. Como si El lazarillo de Tormes se hubiera perdido en La Habana y, convertido en un mulato fuerte, debiera vérselas con la policía, el hambre y la miseria, armado sólo de un poderoso Príapo que enloquece a las mujeres.

“No tengas hambre que no hay nada para comer”, le decía siempre su mamá, y es lo que recuerda ese joven cuando tiene las tripas pegadas en una Habana oscura, distópica y casi post nuclear, de escombros, sin agua corriente y con olor a basura en la que nadie tiene nada qué hacer excepto beber ron, templar en el Malecón y esperar a que algo suceda, preferiblemente que algún extranjero venga, se enamore y se los lleve fuera de la isla.

Y así en todos sus libros, con un personaje cuasi biográfico que se repite. Uno de los retratos más descarnados de esos años difíciles, que ponen a Gutiérrez en lo más alto del ‘realismo sucio’ latinoamericano.

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