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La escritura del terror

Niños muertos, una ciudad imaginaria llamada Derry, un payaso, un punto de vista que bordea lo inverosímil, pues lo sabe y lo interpreta todo, el pasado que regresa, un grupo de amigos y una vieja promesa.

4 de septiembre de 2018 Por: Santiago Gamboa

El año pasado, en un festival literario en Nueva York, encontré y leí en alguna revista un elogioso comentario sobre la última novela de Stephen King, autor al que, sinceramente, jamás se me habría ocurrido leer. El título era It (Eso). Lo que me llamó la atención fue que el comentador se refiriera a It como el “más literario” de los trabajos de King, en el cual el célebre novelista haría despliegue “de una técnica y una capacidad narrativa excepcionales”, comparándolo con Poe y Lovecraft, los maestros del género del horror, pero también con Dickens en la capacidad de crear un mundo a partir de una pequeña ciudad. Decía además que era su libro más personal, donde el autor se involucraba en la trama y compartía con el lector “reflexiones e ideas sobre el oficio de escritor”.

Para alguien como yo, criado en la lectura de clásicos, esa reseña fue un revulsivo: ¿Era posible referirse en esos términos a un libro de Stephen King? Desde muy joven tuve claro que, en el mundo de las novelas había una línea divisoria: de un lado los autores de entretenimiento y del otro los literarios. Stephen King o Agatha Christie (e incluso Pérez Reverte) versus Thomas Bernhard o Karen Blixen. Al pelotón del entretenimiento llegaron a sumarse, con los años, los narradores de autoayuda. Dios dijo autoayúdate que yo te ayudaré, y así vino la apoteosis de Paulo Coelho, Susana Tamaro y otros más.

Todo esto, claro, ha ido cambiando con los años. Si se lo compara con lo que es el entretenimiento de hoy, entre sagas de dinosaurios y vampiros, Pérez Reverte sería un Jean Paul Sartre. Lo cierto es que una noche, cruzando el Atlántico, caminé por la parte trasera del avión en el momento en que todos duermen y de pronto vi a una cabinera sentada debajo de una luz, leyendo absorta. Fue una imagen como de film de terror. En medio de la oscuridad, esa mujer sostenía en las piernas un gigantesco volumen. ¿Y qué libro era? It, de Stephen King. Le pregunté qué tal y me dijo, ansiosa y con las mejillas enrojecidas, “no puedo parar de leer”. Menos de un mes después lo vi en una librería y tras ojearlo un rato lo compré, aunque sintiendo que hacía algo prohibido y con miedo de que alguien me viera. ¡Es un tocho de 1.500 páginas! Y comencé a leerlo.

La técnica, efectivamente, es absolutamente eficaz. Los diálogos y la velocidad de la narración encajan a la perfección en lo que cuenta y la tensión nunca decae. Es un lenguaje cinematográfico, con episodios estupendos que lo mantienen a uno en vilo. Lo terrorífico, según pude comprobar, viene de una narración elíptica, que pasa varias veces por el mismo lugar, pero cada vez agrega un elemento que empeora la situación de la víctima, que siempre está a punto de caer, durante páginas y páginas. Niños muertos, una ciudad imaginaria llamada Derry, un payaso, un punto de vista que bordea lo inverosímil, pues lo sabe y lo interpreta todo, el pasado que regresa, un grupo de amigos y una vieja promesa. Tiene humor y, en efecto, cuenta la vida de un escritor de novelas de horror y algunos de sus trucos. Por eso yo diría que es un libro útil para cualquier escritor que quiera conocer ciertas estructuras narrativas, y definitivamente es un buen libro en la medida en que satisface lo que promete. Pero aún tendrá que cambiar demasiado el mundo para que esto se considere gran literatura.

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