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Günter Grass, in memoriam

Recuerdo haber leído por primera vez El tambor de hojalata en 1980,...

15 de abril de 2015 Por: Santiago Gamboa

Recuerdo haber leído por primera vez El tambor de hojalata en 1980, en mi casa familiar del barrio de Bella Suiza, en Bogotá, con una intensidad que, debo decir, poco he vuelto a sentir, no porque la literatura se haya hecho más plana sino porque es más bien uno el que, con los años, se vuelve coriáceo, y hasta la capacidad de admirar y sorprenderse se va haciendo más dura. ¡Qué horas felices pasé leyendo a Grass! La vida enloquecida de ese genial protagonista, Óscar Matzerath, que narra la vida incluso desde antes de su nacimiento, cuando su madre fue concebida en un campo de patatas una tarde en que su abuela decidió esconder a un prófugo debajo de su falda. Con ese episodio aprendí que una voz en primera persona podía contar lo que no conocía ni había visto por ser muy anterior, y cuando encontré después este mismo esquema en el Tristram Shandy, de Sterne, me pareció absurdamente -pues es de 1759- que el inglés usaba el método de Grass.Me referiré a otras partes de este libro genial, cuyo autor, como ustedes saben, se despidió de sus lectores esta semana para retirarse por tiempo indefinido al círculo dantesco de los grandes genios, de los maestros humanos. Hay otra escena de El tambor de hojalata que es probablemente una de las cumbres del erotismo literario. Cuando el niño Óscar, acostado en la cama con su niñera, le levanta el camisón dejando a la vista el ombligo, esa piel tersa, para esparcirle un polvo azucarado que hace burbujas al meterlo a la boca. Óscar abre un paquete y le llena el ombligo con el maléfico polvillo. Luego le va echando encima su saliva hasta ver cómo ella tiembla de placer por el cosquilleo de las burbujas, entrecerrando los ojos, dejando salir algún quejido. Es increíblemente hermosa esa escena. La he recordado cada vez que he tenido la oportunidad de mirar de cerca un ombligo femenino.O ese momento, casi al final de la guerra, en que Óscar, loco de celos, le entrega a los rusos el carnet del partido nazi de su padrastro para que lo fusilen; o cuando la madre decide suicidarse atiborrándose de grasa de pescado al ver el modo en que se pescan las anguilas, que es tirando la cabeza de un caballo al mar para que estas se metan en ella. Esta historia tiene otra particularidad, y es que al ser llevada al cine en 1979 produjo una nueva obra maestra, lo que no es nada habitual. La dirección es de Volker Schlöndorff y obtuvo nada menos que la Palma de Oro en Cannes y el Óscar a la mejor película extranjera de ese año.En fin. Ahora mismo, mientras pienso en Grass y evoco todo esto, me vienen otras mil imágenes y pienso que lo que leí después de Günter Grass, novelas como Años de perro, La ratesa o El rodaballo, estuvieron fuertemente impregnado de esa primera lectura mágica de El tambor de hojalata. Ya lo dijo Bolaño: “De un escritor como Günter Grass uno puede esperar una obra maestra hasta en el lecho de muerte”.Extraña coincidencia, por lo demás, morir el mismo día con Eduardo Galeano, por quien, desafortunadamente, nunca sentí una gran admiración, a pesar de que su libro Las venas abiertas de América Latina contribuyó en su momento a formar en mí un pensamiento de izquierda. Estoy seguro de que Galeano leyó a Grass, aunque dudo de lo contrario. Pero sí espero que ambos se crucen en ese misterioso más allá al que inevitablemente llegaremos también sus lectores.