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En Tierra Sagrada

Nunca pensé tener esta experiencia: visitar en Grecia una región dedicada exclusivamente, desde el Siglo IX, a la Iglesia Cristiana Ortodoxa.

14 de mayo de 2019 Por: Santiago Gamboa

Nunca pensé tener esta experiencia: visitar en Grecia una región dedicada exclusivamente, desde el Siglo IX, a la Iglesia Cristiana Ortodoxa. Está al Norte, cerca de la ciudad de Salónica, y se adentra en el mar de Tracia. Es uno de los dedos de la Península Cicládica y culmina en el Monte Athos, que es un picacho triangular, especie de pirámide que suele tener nieve hasta bien avanzada la primavera y se refleja en el mar, produciendo la increíble sensación de ser una montaña sagrada.

Los monjes que gobiernan ese territorio lo llaman ‘Estado Monástico Autogobernado’ y existe desde la noche de los tiempos. En la Iliada es mencionado como Agión Óros, pero cuenta la leyenda que, empujada por una tormenta, la Virgen María debió desembarcar en su costa y, sorprendida por la belleza, pidió a Jesús que este fuera su jardín. Desde ese momento quedó prohibida la entrada a ninguna otra mujer e incluso a los animales hembra, motivo por el cual aún hoy no hay vacas ni gallinas (es decir ni leche ni huevos).

Es curioso seguir los avatares históricos de esta región, que siempre logró mantener su autonomía y sus leyes ante los diferentes invasores del territorio griego, fueran estos turcos o nazis alemanes; a veces, claro, a costa de complicadas concesiones. Y más recientemente ante la Unión Europea y el Tratado de Schengen. ¿Cómo justificar al interior de la Europa sin fronteras una península a la que no pueden entrar las mujeres? Las protestas de los monjes hicieron que Grecia pidiera que se respetara la tradición y el estatuto de esa península al adherir a Europa.

Un barco rodeado de gaviotas me lleva desde la localidad de Uranópolis, en la frontera del Estado Monástico, hasta Dafni, su principal puerto. Luego un bus hasta Karyes, que hace las veces de capital de la Montaña Mágica. Ahí hay algunos almacenes de víveres, dos restaurantes, una oficina bancaria. Después media hora a pie por los senderos de un bellísimo bosque hacia el monasterio serbio de Kelli Marudá, uno de los veinte que hay en la península, un número que no puede ser superado.

El monje Macario, el director, es quien da la bienvenida. Un hombre bajito y delgado, casi en los huesos, cuya delgadez me hizo pensar que la gastronomía no era el fuerte del lugar. Y en efecto. En los mesones encontré solo aceitunas, un poco de queso y a veces tomates y pepinos picados. Pan endurecido y algo de té. Una austeridad que, para ser sincero, tampoco me vino mal, unido a los largos paseos.

Y en los siguientes días, paseando a pie de uno a otro, una imagen más completa de ese extraño mundo en el que hay escuelas monásticas y religiosos de muchos países, bellísimos íconos, arquitectura bizantina y mucho nacionalismo. Aprendí que en el mundo ortodoxo hay cuatro grandes patriarcas, el de Alejandría, el de Constantinopla, el de Jerusalén y el de Antioquía, y que Putin, con su inmenso poder, quiere llevarse este último para Moscú, donde hay un poderoso pope, millones de rublos y una enorme religiosidad.

Esta es una de las diferencias con el catolicismo de Roma, donde la autoridad la tiene una sola persona, el papa, a través del cual se expresa Dios. Extraños mundos para mí, lo confieso, pues soy agnóstico, pero interesante asistir, en cualquiera de sus formas, al asombroso espectáculo de la espiritualidad humana. Un tema sobre el que volveré.