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El Caribe

Es una de las regiones del mundo que más me atrae por su buen humor, resultado de su increíble mezcla de culturas, tradiciones

5 de diciembre de 2017 Por: Santiago Gamboa

Es una de las regiones del mundo que más me atrae por su buen humor, resultado de su increíble mezcla de culturas, tradiciones. Tal vez incluso del clima, no lo sé. Desde mi juventud, allá en Bogotá, tan lejos del mar y de la brisa cálida, tan cerca de los nubarrones aciagos, siempre creí que el Caribe era una especie de milagro: el sol, el mar, la memoria de piratas y bucaneros, las ciudades amuralladas, los ejércitos marítimos, y en lo humano, el reino de la sonrisa, la pirueta verbal y la exageración, la exuberancia descriptiva.

Por contraste, la Bogotá de los años 60 en la que nací parecía una oscura obra de teatro de García Lorca, donde la gente andaba de negro, ofendida y pálida, y todo el mundo estaba de mal genio. Ir a la costa era pasar de los grises al azul agua marina; del silencio ofuscado a la carcajada.

Cuando empecé a leer a García Márquez encontré todo eso convertido en literatura, o tal vez fue al revés: cuando fui al Caribe, después de leer a García Márquez, comprendí que esa región era asombrosa, fascinante. Literaria en sí misma. Desde entonces he viajado mucho por el Caribe y conozco la mayoría de sus islas, en esa increíble diversidad en la que, sin embargo, es fácil rastrear los elementos comunes.

La semana pasada estuve en la isla de Guadalupe, a la que los isleños llaman ‘isla mariposa’ por su forma, pues vista desde el cielo tiene dos alas. A pesar de que fue descubierta por Cristóbal Colón en 1493, la Compañía de las Indias Francesas del cardenal Richelieu se apoderó de ella en 1635, y en 1664 pasó a formar parte del imperio del rey Luis XIV. Y sigue siendo francesa hasta el día de hoy, para orgullo de la mayor parte de la población. En el avión de hélice que me llevó a Pointe a Pitre desde Santo Domingo le pregunté a mi vecina de puesto, una jovencita de piel negra que hablaba francés, si era de Haití. Me fusiló con los ojos. “¿Le parezco haitiana? ¡Soy francesa!”, gritó, ofendida. Luego me explicarían que en Guadalupe los haitianos son mal vistos, básicamente por ser pobres y por haber sufrido todas las plagas del destino.

Durante mi estadía tuve oportunidad de visitar tres colegios y charlar con los jóvenes. Ahí escuché por primera vez un término que, más que un gentilicio, parece un oxímoron: ‘euro caribeño’. Es así como se definen todos esos muchachos. No se consideran en absoluto latinoamericanos. Se los pregunté varias veces y se miraron entre sí, nerviosos, “¿latinoamericanos nosotros?, no, somos euro caribeños”. Insistí mostrando un mapa. Las Antillas están geográficamente en América Latina. Pero no. Euro caribeños y punto.

A pesar de que la actividad económica de Guadalupe es pequeña y se limita a la caña de azúcar y derivados, hay una gran superioridad en riqueza sobre el resto de las islas del Caribe (no sólo sobre Haití), y esto, sin duda, tiene muy orgullosos a muchos jóvenes. Son los subsidios que llegan de la Metrópoli, al igual que a Guyana y Martinica, donde los habitantes también se consideran sobre todo franceses. Pero al verlos hablar uno se da cuenta de que son mucho más caribeños y latinoamericanos: ríen sacando al aire unos dientes enormes, explican cosas con las manos, exageran, son amables y afectuosos de un modo desbordante.

Lo francés es cultura, formación, recursos. Lo caribeño está más allá, en el espíritu y la sonrisa.

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