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De migraciones y exilios

Neiva tiene desde hace 14 años un festival de cine llamado Cinexcusa, y en la edición de este año fui invitado a hablar sobre el tema de las migraciones y el exilio.

22 de octubre de 2019 Por: Santiago Gamboa

Neiva tiene desde hace 14 años un festival de cine llamado Cinexcusa, y en la edición de este año fui invitado a hablar sobre el tema de las migraciones y el exilio. Un argumento lleno de anécdotas para alguien como yo, que vivió 30 años fuera de Colombia. Comencé por decir que el exilio es uno de los nombres del viaje.

Si el exilio es forzado se convierte en un viaje triste, en una suerte de condena. Y de este modo, ser un exiliado, en el fondo, es ser alguien mutilado. Sólo algunos han tenido la suerte de transformar ese sentimiento triste en algo perdurable. El poeta turco Nazim Hikmet fue condenado al exilio y nunca pudo regresar a Estambul, su ciudad, y ese desarraigo fue uno de los motores de su poesía y de su vida. Ya hemos señalado aquí que el arte, rey supremo, en ocasiones se alimenta de aquello que nos mata, como individuos o como sociedades. El exilio como una llama, siempre encendida dentro del poeta Hikmet. Podía sentirse bien en otros lugares, amar en otros lugares, pero era un ser mutilado. Sobre esto escribió versos memorables, como este que dice:

“Entré a Sofía un día de primavera, bella mía.
La ciudad en la que naciste huele a tilos florecidos.
Y todos me dieron la bienvenida.
La ciudad en la que naciste es hoy para mí la casa de un hermano.
Pero uno no olvida nunca su propia casa,
ni siquiera en la casa del hermano.
Duro oficio es el exilio, muy duro”.

Mucho más atrás, ya los Salmos describen la dureza del exilio. Los versos de quienes fueron expulsados de Jerusalén nos hablan de la profundidad de esa pérdida. Esto está en el Antiguo Testamento:
“Si yo te olvido, Jerusalén
que mi mano diestra pierda su destreza
y que mi lengua se pegue al paladar
si yo perdiera tu recuerdo”.

Las ciudades que reciben al exiliado abren sus brazos, pero todo es muy triste. Esas ciudades se convierten en el espacio privilegiado de la nostalgia. De plegarias que nadie escucha ni responde, plegarias solitarias y nocturnas. El exiliado no camina por la ciudad real, la que tiene delante de sus ojos, sino por la que lleva adentro en su memoria, y cruza calles, entra a cafeterías, se detiene por un rato en la fila de un cine, enciende un cigarrillo al lado de un puente, pero en realidad no está ahí. El exilio convierte las ciudades en espacios invisibles.

Espacios, eso sí, llenos de historias.

Me contaron de una pareja de cubanos que, después de mil angustias para lograr salir exiliados de la isla, en los años 90, logró reunirse en la ciudad sueca de Gotemburgo, donde empezaron a recibir un subsidio del Estado mientras aprendían el idioma y podían encontrar algún trabajo. De todas las ciudades tristes del norte de Europa, Gotemburgo podría ser la más triste. Y la más fría. Poco después de llegar, los cubanos vieron el anuncio de un concurso de baile de salsa. Aún no hablaban sueco, pero entendieron lo esencial y fueron a inscribirse, seguros de que ganarían. Podrían ajustarse un dinero extra. La noche del concurso la cosa no pintó nada fácil. Los suecos también sabían bailar y había otros latinoamericanos. La pareja sudó, hizo sus mejores pasos, y, después de una reñida final, lograron ganar el primer premio. Se abrazaron de alegría y subieron al escenario, pero se llevaron una sorpresa: el premio era un viaje de una semana a Cuba.

Ay, el doloroso exilio.

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