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Álvaro Mutis, siempre

México es el país que más veces he visitado -cincuenta y pico viajes- y siempre ha sido y será para mí una buena noticia.

30 de julio de 2020 Por: Santiago Gamboa

México es el país que más veces he visitado -cincuenta y pico viajes- y siempre ha sido y será para mí una buena noticia. Pero entre tantas cosas, México fue el país donde vivió Álvaro Mutis, y donde murió, consolidándose como la patria de los buenos escritores colombianos, y aquí me refiero por supuesto a García Márquez, a Mutis y a Fernando Vallejo. Supongo que México estimula de un modo especial a los creadores, y por eso, a pesar de que recibe a todos con gran generosidad, los artistas lo deben merecer.

La obra de Álvaro Mutis contradice esa vieja idea de que las novelas escritas por poetas son farragosas, como barcos que se hunden por exceso de adornos, mármoles y porcelanas. Barcos que no logran salir del puerto, como las de Lezama Lima (que igual son geniales). No es su caso. Las novelas de Mutis son trepidantes y el hecho de que su autor sea poeta opera de un modo muy fuerte sobre el lenguaje, sí, porque cada palabra es como una flecha que parte y da en el blanco. Su escritura no es hipnótica ni exclusivamente lírica. Tal vez porque Mutis fue capaz de escribir frases banales, sin las cuales es imposible hacer novelas. Y esto es difícil para alguien acostumbrado a escribir versos. Sus poemas, que leí desde los 17 años, parecen tallados con navaja sobre marfil.

Luego, al conocerlo, admiré de la persona muchas cosas: el refinamiento con el que se refería a su reclusión en la cárcel mexicana de Lecumberri, donde leyó a Proust y conoció a Ramón Mercader, el asesino de Trotsky, tras una denuncia de la Esso, de la que había sido promotor, por gastarse la plata que esa compañía petrolera destinaba a relaciones públicas, y que él utilizó para repetir la cena del famoso cocinero francés Vatel, en Bogotá, invitando a poetas y escritores en lugar de a banqueros.

Admiré también su fuertísima y elegante voz. Su humor inteligente. Su conocimiento de la poesía francesa y del misticismo judío, su sofisticado acento belga, su capacidad sobrehumana para seducir auditorios, su elegante chaqueta azul marino en el puerto francés de Saint Maló recordando a Chateaubriand ante su tumba, y la seguridad con la que una vez me dijo, en el Pont des Arts de París, señalando a la isla de Saint Louis: “Mira esto, míralo bien, es lo más hermoso que ha construido el ser humano en toda su historia”.

Admiré el modo en que se burlaba de todo el mundo, incluido yo mismo, mientras se tomaba un tequila en Tlaquepaque, pues su humor unido a su vozarrón hacían verdaderos estragos. Una vez me dijo: “Tú eres el mejor novelista de Chapinero”, y a pesar de las risas de los comensales lo tomé como un cumplido porque provenía del autor de Reseña de los hospitales de Ultramar. Admiré el espíritu literario que dio a lugares como el valle de Cocora, y los maravillosos títulos de todos sus libros, y por supuesto a ese enigmático personaje del Gaviero, que marcó a toda mi generación.

Admiré incluso al monarquista provocador, que a la invitación del subcomandante Marcos para ir a un congreso, respondió: “Cuando le devolvamos todas estas haciendas a la corona española, hablamos, viejo”. Admiré su biblioteca infinita, en la calle Louis Ferdinand Céline, México D.F. Y finalmente admiro y sobre todo agradezco lo que nos dejó a las generaciones que lo seguimos: lecturas, curiosidad, amor por el intelecto y los libros, respeto por el oficio.

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