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Ladrones de perros

Robar es muestra de degradación personal. Pero robar un perro -el fiel...

24 de marzo de 2015 Por: Ramiro Andrade Terán

Robar es muestra de degradación personal. Pero robar un perro -el fiel amigo del hombre- es la degradación máxima. La más indigna. Acto de maldad, inicuo y vergonzoso. Si hay algún animal que merezca amor, buen trato, consideración y ternura, es el perro. Por lo menos entre los que no vuelan. Las palomas están fuera de concurso. Son adorables y quieren a sus dueños con particular encanto. Quien roba un perro, roba amor. Es un delito agravado. El amor es un sentimiento incomparable, único. Separar un perro de su amo y familia, es torturar al animal. Que -lo dicen expertos en esos temas- conciben por su dueño afecto de tan alto grado que se convierten en algo tan necesario como su alimento. Y que si lo separan de él, provocan su dolor inmenso. Robar perros: lo último que faltaba. Imagino a dueños de mascotas adoradas que regresan a sus casas y se enteran que unos miserables se las hurtan. Para retenerlas, hasta su venta en las peores condiciones: encerrados en minúsculas celdas; hambrientas; sin afecto; tratadas a las patadas; verdadero martirio para animales que provienen de casas donde fueron reyes. Tratados con afecto, mimados por adultos y niños, consentidos hasta lo imposible. ¿Qué sanción reciben los ladrones de perros? ¿Se compadece con la naturaleza del execrable delito? ¿Las autoridades persiguen a los autores de ese doloso hecho que hiere, duele en el alma, al dueño de la mascota, a sus hijos menores para quienes el can es un amigo entrañable? No lo sé. Algún conocedor del tema me informa que las penas por robar animales, son mínimas Que hay poco, o ningún interés, de las autoridades para castigar a quienes lo hacen.Una amiga me comunicó el robo del perro de su casa, que por cinco años hizo grata la vida de sus ocupantes. En particular de un hijo suyo de 12 años que se convirtió en su amigo integral. Objeto de fidelidad y alegre ternura del animal. Fue tan duro el episodio para el chico; tan profunda su melancolía; incontenible su llanto; que necesitó intervención médica. Comprendo el drama de ese niño con el que soy solidario. Tuve, en mi infancia, en nuestra finca Piamonte de Candelaria, una perra: ‘Deyfa’. Nos profesamos un amor cálido, alegre. Nadábamos en el río cercano y recorríamos largos caminos: en mi yegua y ella a pie, sin dar muestras de cansancio. Un día nefasto -del cual no quiero acordarme- salimos al pueblo y la atropelló un vehículo. Aún me dura la melancolía