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¿La democracia contra la paz?

Que nueve magistrados deliberen y decidan mayoritariamente sobre la inconstitucionalidad de algunos de los procedimientos establecidos por el Acto Legislativo 01 de 2016, es una prueba de consistencia democrática. Es decir, de la convicción de que las normas negociadas nunca puedan estar por encima de las leyes democráticamente votadas.

21 de mayo de 2017 Por: Pedro Medellín

Quizá por decisiones como esas, nunca lleguemos a ser como Venezuela. Que nueve magistrados deliberen y decidan mayoritariamente sobre la inconstitucionalidad de algunos de los procedimientos establecidos por el Acto Legislativo 01 de 2016, es una prueba de consistencia democrática. Es decir, de la convicción de que las normas negociadas nunca puedan estar por encima de las leyes democráticamente votadas. Y que a la paz no se llega quebrando las reglas de juego legal y constitucional.

Sobre todo en un escenario en el que la presión presidencial ha sido exagerada para forzar que las Cortes avalen el entramado jurídico e institucional, previsto para asegurar que los Acuerdos suscritos cuenten con la garantía de “seguridad jurídica” y “estabilidad institucional”.
El problema de esas garantías se habría evitado, si el gobierno y las Farc no le sacan el cuerpo a los ajustes que le imponía al Acuerdo Final la victoria del No en el plebiscito.

Todo comienza cuando deciden que la refrendación de los acuerdos (negados en democracia), se hiciera siguiendo los pactos políticos que le aseguraban aprobación mayoritaria en el Congreso. Allí, nace un “régimen de excepcionalidad ilegal”, en donde cada vez más se hace explícito que son los Acuerdos los que someten a la Constitución, y no los que se someten a ella.

No de otra manera se explica que los súperpoderes, que el Acto Legislativo 1 de 2016 le dio al Presidente, tomaran por mal camino. Que el ejercicio de la iniciativa conferida al gobierno en la presentación de los proyectos de Ley, así como la facultad de aprobar los textos finales aprobados o el recurso de votar en bloque los proyectos (en lugar de discutir artículo por artículo), lejos de procurar un proceso democrático, se hiciera a costa de romper el equilibrio de poderes y de suprimir el debate público sobre las normas expedidas.

La idea de que “todo aquello que vaya en contra de los Acuerdos, va en contra de la paz” se impone como línea de acción gubernamental. No importa que la gente reclame que en la elaboración de las leyes haya visibilidad, transparencia y deliberación pública. Cuando los ciudadanos pedían conocer los borradores de los proyectos de ley, (como sucedió, para citar solo dos casos, con la ley de tierras y la de innovación agropecuaria), nadie respondió. No se supo cómo fueron ajustados, ni por quién. Todo se mantuvo bajo el mayor secretismo y siguiendo un claro criterio de exclusión. Los textos únicamente se llegaban a conocer cuando iniciaban su trámite en el Congreso.

En medio del secretismo y la exclusión, cada vez se hizo evidente que muchas de las normas propuestas carecían de fundamento legal para sostenerse como parte del entramado jurídico de la paz. Pero, en la carrera loca por mantener la ‘seguridad jurídica’, llevó a que esa ilegalidad no era un limitante para los promotores de las nuevas leyes. “La paz, además de sacrificio, exige una cierta flexibilidad”… fue el argumento que se utilizó para justificar el quebrantamiento de los códigos o los regímenes de inhabilidades.

Por eso, cuando la Corte en desarrollo de sus funciones constitucionales decide que la elaboración de las leyes que desarrollen los acuerdos con las Farc esté sometida a la autonomía del Congreso y a la discusión abierta, se está dando una prueba de consistencia democrática. Así, en la medida en que restablezcan las condiciones de deliberación y transparencia pública, las leyes que se expidan, al contrario de acabar con la paz, le van a conferir cada vez más mayor legalidad y legitimidad al proceso. ¿Será tan difícil entenderlo?