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Balas perdidas

En los cuarenta días que han transcurrido en 2019, al menos siete personas han muerto por causa de balas perdidas en el país.

10 de febrero de 2019 Por: Pedro Medellín

En los cuarenta días que han transcurrido en 2019, al menos siete personas han muerto por causa de balas perdidas en el país. Los dos últimos casos: un joven cantante que cayó en medio de una balacera propiciada por un asalto en Medellín; y una menor de 16 años que terminó como víctima de una riña entre dos hombres en Floridablanca (Santander).

Con esta cifra no sólo se está comenzando el registro de una estadística que en 2018 estuvo próxima a los 200 muertos, la segunda más alta de esta década, después de la reportada en 2011 que alcanzó las 215 vidas perdidas. También nos pone de frente a la durísima realidad de violencia que viven los ciudadanos: Colombia está entre los cinco países en que más personas mueren por armas de fuego en el mundo.

Un estudio de carga de la mortalidad por armas de fuego, publicado por la Asociación Médica de los Estados Unidos (sobre una muestra de 195 países), revela que para el periodo transcurrido entre 1990 y 2016, solo Brasil, Estados Unidos, India y México superaban los registros colombianos. Las 250 mil vidas perdidas en todo el mundo por la acción de este tipo de armas en 2016, le confiere tal gravedad al problema que lo convierte en un problema de salud pública a nivel global.

En el caso colombiano, las cifras muestran que sólo para el periodo comprendido entre 2016 y 2018, más de 33 mil personas han muerto por la acción intencional o accidental de armas de fuego. Ese volumen no sólo le imprime esa condición de problema de salud pública, sino que además le impone un altísimo costo social y productivo al país, pues en el 90 % de los casos está afectando a la población menor de treinta años y, más grave aún, a uno de tres colombianos menor de 18 años. Es decir, menores de edad.

Un dato interesante, puesto sobre la mesa por la Escuela de Salud Pública de la Universidad de Harvard, señala que -en promedio- en Estados Unidos cada año mueren 30 mil personas por armas de fuego, en tanto que los estudios de la Unesco y la Fundación Getulio Vargas muestran que en Brasil esa cifra puede ser fácilmente superior a los 50 mil muertos anuales. La diferencia con el caso colombiano está en que, mientras en Brasil tres de cada cuatro muertes son producidas por la delincuencia, en los Estados Unidos dos de cada tres víctimas mortales de las armas de fuego son provocadas por suicidios. En Colombia esta última proporción es causada por la delincuencia y su combinación con los conflictos no resueltos (de orden político, por razones económicas) o por los problemas de convivencia entre vecinos o familiares que estallan con la intolerancia, especialmente cuando está activada por el alcohol.

Pese a la distinta naturaleza del problema, resulta evidente que la tenencia de armas no sólo facilita la comisión de los delitos. También puede convertirse en un incentivo para resolver las diferencias por propia mano. Y aún cuando en Brasil, el presidente Bolsonaro decretó una flexibilización de las condiciones para adquirir armas, y en los Estados Unidos la prohibición del porte de armas es un imposible político, en Colombia conviene considerar seriamente mantener la prohibición del porte de armas decretado desde 2017.

Aun cuando son claras las limitaciones de las autoridades colombianas para perseguir el porte ilegal de armas, las dimensiones políticas, económicas y sociales que ha adquirido la producción y el tráfico de narcóticos en el país, así como la proliferación de bandas sicariales y las actividades delincuenciales derivadas del narcotráfico, sumados al clima de intolerancia que se vive en el país, convierten en un imperativo moral el mantener la prohibición del porte de armas en Colombia.

Es una forma de comenzar a resolver un problema de salud pública y una alternativa para proteger el más importante de los derechos fundamentales: el derecho a la vida de los colombianos.