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¿Y de autocrítica nada?

El escándalo generado por las denuncias de una presunta financiación de las campañas del candidato de Álvaro Uribe, Oscar Iván Zuluaga, y del presidente Juan Manuel Santos, por parte de la sobornadora brasileña Odebrecht, ha provocado la reacción contraria a la que ha debido suscitar

12 de febrero de 2017 Por: Patricia Lara

El escándalo generado por las denuncias de una presunta financiación de las campañas del candidato de Álvaro Uribe, Oscar Iván Zuluaga, y del presidente Juan Manuel Santos, por parte de la sobornadora brasileña Odebrecht, ha provocado la reacción contraria a la que ha debido suscitar, si la clase política de este país sintiera el más mínimo amor por esta patria.

Ha sido triste ver cómo los unos y los otros, uribistas y santistas, han salido a sacarse los trapos al sol, a decir que los malos no fueron ellos sino los otros, y a vociferar que las acusaciones se debieron a un montaje o a una exageración de sus oponentes, en lugar de reconocer que efectivamente hubo, por lo menos, un intento de la empresa brasileña por echarse al bolsillo a directivos de las dos campañas con miras a garantizar, por supuesto, que se le adjudicaran contratos de obras por decenas de miles de millones de pesos.

Esa competencia para lograr que la gente crea que el enemigo es el malo del paseo, no le sirve al país. Lo que le serviría sería que, independientemente de si se comprueba el ingreso de dineros de Odebrecht a las campañanas presidenciales, tanto Uribe como Santos aceptaran que la corrupción ha desangrado los presupuestos nacionales, departamentales y municipales durante sus gobiernos. Y de ello son responsables uribistas y santistas, y la clase política en general, pues el andamiaje institucional diseñado por ellos ha estimulado la corrupción. Y es que en eso de la corrupción ocurre lo que en el embarazo: se está embarazada o no se está. No se puede estar un poquito embarazada, como tampoco se puede ser un poquito corrupto: se es honesto o deshonesto. No hay términos medios.

El tema es tan grave, que sería hora de que los máximos jefes políticos de Colombia fueran capaces de reunirse para diseñar un país cuyas normas redujeran al máximo la posibilidad de que hubiera corrupción. Pero, para ello, se requeriría que depusieran sus egos, sus mezquindades y sus intereses personales, lo cual es ingenuo creer que va a ocurrir.

Sin embargo, diseñar esa normatividad, sí es posible. Por ejemplo, el otro día escuché al senador Antonio Navarro hablar de lo positiva que fue la experiencia de instaurar el sistema de presupuestos participativos en su época como alcalde de Pasto y gobernador de Nariño. Explicaba él que la gente se reunía en cabildos abiertos con los funcionarios de los gobiernos locales, quienes le decían: “esta es la plata que hay para inversión; decidamos, entre todos, qué obras vamos a hacer con ella”.

Así, las comunidades establecían sus prioridades y decían cómo querían que se asignaran los recursos. Y no sólo se volvían veedoras de la ejecución de las obras, sino que, en muchas oportunidades, cuando el dinero no alcanzaba para terminarlas, la misma comunidad se ofrecía para trabajar en ellas y contribuir con su propio dinero, para que esas obras que tanto necesitaban se convirtieran en realidad.

Con un sistema parecido, que involucre a la ciudadanía de manera efectiva en la ejecución y en el control de la inversión de los recursos del Estado, necesariamente la corrupción tendería a cero. Y el gasto en nómina de las contralorías disminuiría. Y los impuestos alcanzarían y a lo mejor podrían reducirse. Y si no, de todos modos los pagaríamos con agrado porque veríamos que en lugar de que se los robaran, se emplearían en hacer inversiones que a todos nos beneficiarían.
De modo que si quisieran, se podría, señores políticos...

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