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Pánico organizado

Una breve mirada al país que ama vivir en estado de histeria permanente...

6 de septiembre de 2018 Por: Ossiel Villada

La de Colombia es una larga historia de histeria. Es una tara nacional que reeditamos con lujo de detalles cada cierto tiempo. Nos encanta permanecer en un estado de pánico organizado. Lo necesitamos para vivir. Si no estamos en él nos sentimos como peces fuera del agua. Y por eso chapaleamos furiosamente hasta volver a caer en el estanque, sin importar si hay tormenta.

De hecho, requerimos de la tormenta para sentirnos vivos, para seguir activos. Aunque decimos anhelar la tranquilidad, la estabilidad, la certeza del rumbo fijo, el seguimiento del plan predefinido, en realidad nos aterra cualquier tentativa de paz, de continuidad, de equilibrio.

Por eso nada parece cambiar. Para reafirmar lo que somos y en lo que creemos necesitamos con frecuencia un enemigo. A veces, nosotros mismos. Nos queremos poco, nos agradecemos poco, confiamos poco en nosotros mismos.

Si buscamos allá en el fondo, en un rincón del alma, esa es la verdadera razón por la que no pudimos ponernos de acuerdo para cortar de tajo una guerra de 50 años. O para cerrarles el paso a los corruptos.

El caos que tanto cuestionamos se recicla en el alma nacional y se reinventa de mil formas en el entorno a partir de nuestras decisiones, grandes y pequeñas.

El acelere nos domina. En las vías y en la vida. Cuando el semáforo está en rojo y cuando la rumba está en verde. Cuando se abre el ascensor y cuando se detiene el avión.

¿Han visto ese despelote que se levanta espontáneamente aunque todo el mundo sepa que solo cabe una fila y hay que esperar a que abran las puertas? ¿Han hundido la ‘chancleta’ en el carro para pasar en esos tres segundos de la luz amarilla? ¿Han ‘culebreado’ en la moto por la autopista aún sabiendo que exponen sus vidas? ¿Se han molestado en el banco porque dos de los tres cajeros disponibles salieron a ejercer su sagrado derecho a almorzar? No es gratuito. Así somos.

El colombiano transita feliz entre los extremos. Desconfía del centro, el punto medio le resulta un lugar para “tibios”. La ‘tibieza’ es sinónimo de debilidad, de indefinición, de falta de carácter. No hay lugar para la hermana duda.

Aquí hay que ser ‘berraco’ por naturaleza. Muchos hombres y muchas mujeres necesitan ser machos para existir. Aquí hay que estar ciertos, firmes, sólidos en los juicios. No importa si después nos desmoronamos en el error y nos llevamos a otros por delante.

Puesto que somos cortoplacistas desde siempre, exigimos resultados inmediatos pero desdeñamos los procesos. Y somos expertos para diagnosticar, pero improvisadores para solucionar.

La histeria sube o baja de intensidad, pero siempre está allí. Revisemos sus manifestaciones en las últimas 48 horas.
 
El que aplaude las medidas policivas contra los expendedores de droga es calificado como un 'facho', retrógrado y bruto que ama recortar libertades de los demás. Y el que cree que el problema se resuelve solo con educación es considerado un marihuanero degenerado que busca acabar con la juventud de este país.

Ambas herramientas son necesarias pero nadie, ni siquiera el Gobierno, es capaz formular serenamente un planteamiento que armonice las dos posiciones.

A Néstor Pékerman, el hombre que nos regaló siete años de felicidad futbolera, no le pudimos decir adiós sin cargarle antes un costal de insultos, ingratitud y malas energías. Era preciso avergonzarlo, humillarlo, enrostrarle públicamente sus errores.

Al padre Alberto Linero le negamos el derecho a hacer con su vida lo que quiera. Nosotros podemos tener confusiones y claridades, él no. Hay que criticarlo porque se retira del sacerdocio. Es preciso quemarlo por hereje en la hoguera de nuestra propia fe.

Por encima de todo, lo que más parece definirnos en medio de este estado de histeria permanente es la ligereza en la palabra. Nos tienta, nos arrastra, nos convierte en armas letales. Contrario a lo que dicta el poeta, en este país cada flecha que se lanza debe alcanzar un blanco, capturar una presa, hacerle daño a alguien.

Twitter, esa red social en la que ser histérico es una condición natural para obtener relevancia, es el mejor ejemplo de ello. Allí el desparpajo está a un paso del insulto, la inteligencia suele ponerse al servicio de la maledicencia, cualquier opinión puede ser una declaratoria de guerra. Insulta, golpea, búrlate, condena, mata que Dios perdona. Todo vale por un RT.

Extendemos nuestra libertad, pero encogemos nuestra responsabilidad. Sobre todo, estamos cada vez más convencidos de que no somos responsables de lo que pase con los otros. Todo está mal a mi alrededor, pero solucionarlo es tarea del vecino, del Gobierno, de las empresas, de los demás, de Dios. Yo solo soy una víctima.

Así estamos. Hoy en este país histérico no hay forma de ponerse de acuerdo sobre mínimos fundamentales. Todos los diálogos terminan contaminados por el odio visceral que dejó la última campaña electoral. Creemos estar en un mundo civilizado. Pero no es más que pánico organizado.

(... Y de fondo, un coro salido del viejo barrio salsero te dice cuál es la única solución posible. 'Pánico Organizado'  - Don Perignon, 1992).

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